RUTILIO DESPUÉS DE ROMERO. En noviembre llega a Roma la causa de beatificación del sacerdote asesinado tres años antes que el nuevo beato

Una salvadoreña invocando al nuevo beato | Foto: Francisco Rubio
Una salvadoreña invocando al nuevo beato | Foto: Francisco Rubio

Del beato Romero a Rutilio Grande sin solución de continuidad. Dos días después de la ceremonia en la plaza Salvador del Mundo, cuando todavía no se han desmontado las pantallas gigantes en las calles céntricas de San Salvador y una legión de periodistas e invitados peregrina a los lugares romerianos, Rafael Urrutia está en su pequeña oficina del arzobispado, a pocos metros del seminario San José de la Montaña. Allí también se encuentran la sede del semanario Orientación y  la idea de resucitar Radio Ysax, los dos medios de comunicación que en una época estuvieron dirigidos por el beato Romero. El escritorio de Urrutia parece sorprendentemente limpio, no hay carpetas ni legajos ni volúmenes, todas las cosas que serían de esperar en el lugar donde se estudiaron los documentos de monseñor Romero durante tantos años. Y la tarea no ha terminado. Una vez más Urrutia estará a cargo de la postulación de Rutilio Grande, el jesuita salvadoreño asesinado tres años antes que su amigo arzobispo y que marcó de manera decisiva su futuro y probablemente también su destino. “Es imposible comprender a Romero sin comprender a Rutilio Grande”, afirmó monseñor Vincenzo Paglia, obispo postulador romano de la causa, el mismo día que anunció la beatificación en la sala de prensa del Vaticano. Rutilio Grande García fue asesinado el 12 de marzo de 1977 cuando se dirigía a su parroquia para celebrar misa. Junto con él murieron un anciano y un adolescente, acribillados por un grupo de hombres que les tendieron una emboscada. Se ocultaron a ambos lados de la ruta polvorienta que lleva a la casa parroquial de Aguilares, en el pueblo natal del padre Rutilio, El Paisnal. Rutilio Grande tenía en ese momento 48 años y sus acompañantes, Manuel Solórzano y Nelson Rutilio Lemus, 72 y 16 respectivamente. Fue Romero, un Romero lleno de dolor, quien veló su cadáver y presidió la ceremonia fúnebre. Suspendió las misas en toda la arquidiócesis en protesta por el crimen, para reemplazarlas por una sola celebración litúrgica en la catedral. Hubo algunos que criticaron la decisión, pero a la convocatoria respondieron 150 sacerdotes concelebrantes y más de cien mil personas, según las estimaciones de los diarios de la época. Frente a la enorme y solemne multitud Romero recordó que “en los momentos más importantes de mi vida él estuvo muy cerca, y esos gestos no se olvidan nunca”.

La muerte de Rutilio Grande marcará profundamente los últimos tres años de vida de Romero y la dirección de los pasos sucesivos. “Estamos introduciendo el proceso de beatificación de Rutilio Grande y sus compañeros mártires, Nelson Rutilio y Manuel Solórzano”, confirma Rafael Urrutia. El postulador, con anteojos y una pequeña barba blanca, trabajará junto con el padre Edwin Henríquez, de la diócesis de San Salvador, quien será el vice de la causa. Urrutia está convencido de que los tiempos del proceso diocesano pueden ser breves. El trabajo, da a entender sin decirlo explícitamente, está bastante avanzado. Después anticipa a Tierras de América: “Esperamos terminar para el mes de noviembre”. Uno demora en comprender que no está hablando de 2016, sino de este mismo año. “Queremos llevar todo a Roma el primero de noviembre, que fue el día en que terminamos de preparar la causa de Romero”.

Para hacer el anuncio no necesita ser adivino. Considera que el beato Romero es un buen protector y no solo para el jesuita salvadoreño. “Facilitará el camino de Rutilio”, admite Urrutia. “Creo que la historia de Romero ha dejado una huella profunda en Roma”. Y después de Rutilio “todos los demás”, agrega. “Una sola causa para todos”, seminaristas, sacerdotes, catequistas asesinados antes y después que Romero. Pero en “todos los demás” no están incluidos los seis jesuitas de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, Ellacuría y sus compañeros, asesinados el 16 de noviembre de 1989. “Para ellos probablemente habrá una causa aparte”, aclara Urrutia. Y eso no es todo. Nombra al predecesor inmediato de Romero, monseñor Luis Chávez y González, tercer arzobispo de San Salvador –“un hombre santo”- y a Arturo Rivera y Damas, salesiano, quien tomó el lugar de Romero cuando murió, “un verdadero confesor”. Arturo Rivera y Damas colaboró activamente con Romero y mantuvo con él una relación de amistad personal. En las votaciones internas de la Conferencia Episcopal se alineaba siempre con él. Apoyó también el trabajo de Rutilio Grande en las zonas rurales de la arquidiócesis, de las que era obispo auxiliar. Un mes después del asesinato de Romero, en abril de 1980, Juan Pablo II lo nombró administrador apostólico de la arquidiócesis de San Salvador y más tarde lo confirmó como obispo el 28 de febrero de 1983. Participó en las negociaciones de paz entre el gobierno y la guerrilla e inició la causa de beatificación de Romero. Durante los años de su gobierno se produjo la masacre de los jesuitas de la UCA, hasta que un infarto terminó su vida el 26 de noviembre de 1994. “Trabajaría con inmenso placer en la causa de Rivera y Damas, a quien quiero muchísimo”, declara Urrutia. Él hubiera querido que las dos figuras, la de Romero y la de Rivera y Damas, estuvieran más unidas en estos días de memoria y celebración. “Es una cuestión de justicia y una manera de agradecer como corresponde a este obispo extraordinario”.

En cuanto a Romero y su futura canonización, Rafael Urrutia desmiente que haya algo “fuerte”, “algo de peso, algo sólido” que merezca ser profundizado desde el punto de vista médico-científico. Durante la beatificación de Romero se hablaba de manera no oficial del caso de un joven salvadoreño de veinte años, emigrado a Milán, y de una religiosa costarricense; el primero había caído del décimo piso del edificio donde trabajaba y la segunda gravemente enferma. Los dos casos ya fueron “estudiados”, aseguraba la fuente, que en su momento estuvo relacionada con la causa de Romero pero deseaba permanecer anónima. “Ambos se deben a la intercesión de Romero y ambos resultaron inexplicablemente ilesos cuando fueron sometidos a los estudios médicos”. Pero Urrutia no lo confirma, solo concede un “todavía” que deja abierta la posibilidad. “Todavía no nos han enviado nada”. Un milagro extraordinario, sobrenatural”, agrega, “no tenemos”. La lista de las gracias recibidas está pegada en la pared frente a la capilla de la Divina Providencia y sigue creciendo todos los días. Trabajos conseguidos, curaciones, nacimientos, reunificaciones familiares, nada extraordinario según los parámetros que maneja la Congregación para los Santos. “En los próximos días haremos un llamamiento al pueblo a través de nuestro periódico Orientación”, anticipa Urrutia. “Para que cualquier persona que haya obtenido una gracia invocando a Romero nos avise sobre del caso”.

Sin embargo, hay algo que no figura en la multitud de crónicas de estos días. Los restos de Romero fueron sepultados en la cripta de la catedral de San Salvador y son la meta de una peregrinación prácticamente ininterrumpida. Las vísceras, en cambio, fueron sepultadas en el jardín de la casa donde vivía Romero, el hospitalito, a pocos metros de la capilla donde celebraba misa y donde fue asesinado. Las hermanas que se ocupaban de atenderlo las pidieron y les fueron entregadas cuando embalsamaron el cuerpo. En 1993, en ocasión del segundo viaje de Juan Pablo II a El Salvador y previendo una visita al lugar del martirio, las religiosas construyeron una gruta colocando en ella una imagen de la Virgen de Lourdes y desenterraron los restos que custodiaban para que el ilustre visitante pudiera venerarlos. Se comprobó –atestiguado por un acta notarial, pericias y fotografías- que al cabo de 13 años no habían sufrido el natural proceso de corrupción, sobre todo tratándose de tejidos internos del cuerpo humano. Las vísceras fueron colocadas nuevamente en la urna y se las volvió a enterrar en la base de la gruta.

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