BERGOGLIO DESCONOCIDO. Secuestro y desaparición del cura barrendero del barrio de Flores, el barrio del futuro Papa en Buenos Aires

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Mauricio Silva debió estar presente en el último acto de la visita del Papa Francisco a Bolivia. Debió estar presente para ver realizado su sueño: los pobres, los últimos, los parias del subcontinente latinoamericano por fin eran acogidos y escuchados, por fin eran legitimados ante el mundo, como si fueran los legisladores de un nuevo curso de la historia y no solo los representantes de los Movimientos populares, de los Cartoneros, de los Sin Tierra, de las cooperativas de campesinos, de los movimientos de lucha por una casa digna o de los derechos de los pueblos originarios, esa abigarrada humanidad que puebla la marginalidad urbana y rural. El padre Mauricio Silva era uno de ellos, y por él se celebra todos los años el 14 de junio como “Día del barrendero”. Después de recibir la ordenación sacerdotal, el padre Silva se convirtió en uno de ellos. Era el cura barrendero. Y es uno de los que desaparecieron en Argentina, ninguna investigación ha logrado descubrir todavía sus asesinos. En el martirologio argentino es uno de los muchos nombres, como monseñor Enrique Angelelli, eliminados por el régimen, y entre ellos hay sacerdotes, religiosas, seminaristas, torturados y muy raramente puestos en libertad.

El Padre Silva nació en Montevideo en 1925. Dejó Uruguay para entrar en la congregación de los Pequeños Hermanos del Evangelio, la familia religiosa que se inspira en Charles de Foucauld. Antes del secuestro había trabajado con Monseñor Angelelli en el norte del país, con los salesianos en la Patagonia y con los niños más pobres en los basurales de Rosario. A Buenos Aires llegó en 1970 y casi inmediatamente fue empleado como barrendero municipal en el barrio de Flores, el mismo donde el 17 de diciembre de 1936 había nacido Jorge Mario Bergoglio. Eran los años más duros de la represión y a Silva le habían advertido los riesgos que corría. “Creo que nadie le dará importancia a alguien como yo que limpia las calles…”, respondía tratando de quitarle dramaticidad. Por el contrario, los servicios secretos se tomaban muy en serio aquel cura barbudo, armado con el crucifijo y la escoba. ¿Qué trataba de demostrar viviendo junto con los pobres? ¿Por qué no se quedaba tranquilo en la sacristía?

La mañana del 17 de junio de 1977, según el relato de algunos testigos oculares, mientras barría una calle fue secuestrado por tres hombres. Nunca más se tuvo noticias de él. Solo se sabe que algunos sobrevivientes lo vieron dramáticas condiciones en dos centros de detención clandestinos que tenían los militares.

Bergoglio supo la desaparición del padre Silva por medio del jesuita español José Luis Caravías. Caravías había sido expulsado del Paraguay y el padre Jorge Mario lo ocultó en la casa de los jesuitas en San Miguel hasta que pudiera volver a España. Caravías comprendió que la situación en Argentina estaba fuera de control precisamente cuando se enteró de la desaparición del padre Silva. “Conocía la ferocidad de la dictadura. La había sentido en la propia piel en el Paraguay”, recordó Caravías a propósito de aquellos años. “La señal de alarma fue la muerte del padre Mauricio Silva, el cura barrendero, muerto después de priva­ciones y brutales torturas. Comprendí que aquello no era un episodio. Lo sabía porque también en Paraguay las cosas iban por el mismo camino». Era el fruto envenenado del “Plan Cóndor, orquestado en los Estados Unidos e implementado en América Latina.

Los esfuerzos y las esperanzas del padre Mauricio viven en el corazón de cada cartonero y en las esperanzas de cada marginado. Para el que visita por primera vez la capital argentina, hay un momento del día en que cualquier intento de mirar las cosas con benevolencia choca con la vista de los cartoneros. Es la hora triste del atardecer. Por las calles del “microcentro”, el corazón histórico de la ciudad, empiezan a aparecer cientos de ellos en busca de basura para reciclar. Revisan una y otra vez las bolsas amontonadas en las aceras, arrastrando carros destartalados donde amontonan papeles, cartones, metales, botellas de plástico, nubes de bolsas transparentes. A esa hora cierran las oficinas y los negocios, y es el mejor momento para rescatar cualquier cosa. Son hombres de mediana edad, adolescentes enjutos, madres con sus hijos a cuestas. Esperan conseguir unos pesos para pagar la cena. Al cabo de algunas horas parecen hormigas humanas. Arrastran montañas de basura reciclable cuyo peso y volumen es diez veces superior al de un ser humano.

Una tarde, mientras caminaba por la calle Piedras, vía interminable y casi oculta que corre paralela a la triunfal Avenida 9 de julio –una de las más anchas y largas del mundo-, no pude menos que observar a Candela, o por lo menos creo que así la llamaban los demás. Una bellísima ninfa plebeya, con el cabello rubio ordenadamente recogido, las uñas pintadas de negro brillante y dos ojos verdes en un rostro bronceado. Hubiera querido sacarle una foto, porque un rostro como el suyo, con esa mirada triste, resignada a una belleza que en otro continente le hubiera asegurado un buen partido, merecía ser recordado. “¡Adelante, Candela. Adelante!”, le gritó un hombre sucio y transpirado que la seguía a pocos pasos. La chica, haciendo fuerza sobre la punta de los pies, estaba casi en posición horizontal hacia adelante, mientras con los brazos tensos trataba de superar el desnivel del asfalto que hizo trastabillar el carrito de supermercado. En el carrito habían cargado un viejo colchón, un maniquí en pedazos, botellas de plástico prolijamente aplastadas, restos de muebles de madera prensada, las paletas de un ventilador de pared y viejas sillas de oficina desarmadas.

Es como si el padre Silva todavía siguiera allí. Pobre entre los pobres. Hombre manso pero no mudo. Su hermano, Jesús Silva, ya pasó los ochenta y vive en Venezuela pero no abandona sus huellas. Ha presentado una denuncia ante el juez que está a cargo de las “megacausas” sobre los desaparecidos en Buenos Aires.

En homenaje a su memoria la municipalidad de la Capital declaró el 14 de junio “Día del barrendero”. Nadie sabe si el padre Mauricio lo hubiera aprobado, pero sin duda no va a descansar tranquilo hasta que toda esa humanidad que aparece cuando cae el sol tenga el mismo destino que la basura para reciclar. Gracias a los cartoneros, un pedazo de papel sucio revive en un libro o un cuaderno. Candela y sus compañeros, no. En el fondo, los descartados siempre fueron ellos. Por lo menos hasta que en una tarde boliviana el mundo entero pudo observarlos con otros ojos. A partir de ese día será muy difícil para cualquiera que gobierne en Sudamérica hacer de cuenta que no existen.

“Creo que nadie le dará importancia a alguien como yo que limpia las calles…”, decía el padre Mauricio. Sin duda requiere tiempo, pero quizás algún día no será así.

BERGOGLIO DECONOCIDO 1. El arzobispo de Montevideo, mons. Sturla, escapó por un pelo de ser arrestado en la Semana Santa de 1975. Otros cinco jesuitas no tuvieron la misma suerte. E intervino el Papa actual

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