EL VATICANO Y LA REBELIÓN DE LOS CRISTERIOS EN MÉXICO DURANTE EL PONTIFICADO DE PIO XI. Una reflexión histórica hasta el umbral de la “geopolítica de la misericordia” del Papa Francisco

“Cristeros” en misa en la película de Dean Wright
“Cristeros” en misa en la película de Dean Wright

El anuncio de la canonización del beato José Luis Sánchez del Río, cuando está por comenzar el viaje apostólico del Papa Francisco a México, contribuyó a reavivar el interés por una dramática página de la historia del catolicismo del Novecientos: la guerra cristera que entre 1926 y 1929 llevó a miles de católicos mexicanos a tomar las armas contra el gobierno masónico y anticlerical de Plutarco Elías Calles. Hace noventa años, cuando en la tierra de los aztecas la Iglesia no gozaba todavía de personería jurídica (que se reconoció recién en 1992) y en Roma el Papa todavía podía declarar que estaba “prisionero” en el Vaticano, el México revolucionario, mutatis mutandis, concentró la atención del orbe católico, ocupando durante años las crónicas internacionales de la prensa católica (y no solo de esta) en decenas de países. Eso se debió precisamente a la guerra cristera, como explica el historiador Gianni La Bella: “Recién con la cruzada contrarrevolucionaria de los Cristeros, la grave persecución de los católicos y los acontecimientos relacionados con la violencia por la cuestión religiosa en México entre 1926 y 1929, el catolicismo sudamericano salió de su secular aislamiento y asumió un rol protagónico en el escenario del catolicismo universal”. Pero otros, como  el filósofo uruguayo Alberto Methol Ferré, consideran que la guerra cristera, “protesta desesperada de una Iglesia reducida a la muerte civil por la persecución”, marcaba más bien el final de una “fase del conflicto entre restauración y secularización” y la consiguiente llegada del catolicismo latinoamericano “a un punto muerto, a una tranquila situación de conformismo”.

Por otra parte resulta sorprendente constatar que la Cristiada –excluida de la historia oficial durante décadas y custodiada hasta los ’60 solo por la memoria de sus protagonistas- constituyó en los años del Concilio Vaticano II y sobre todo en el posconcilio, un punto de referencia ideal para generaciones enteras de católicos, tanto de América Latina como de Europa, convirtiéndose en el paradigma de una Iglesia en lucha para defenderse de los ataques de una modernidad esencialmente anticristiana. Hasta nuestros días, y gracias al éxito de la película de Dean Wright,  Cristiada (2011), la historia de los cristeros sigue dando que hablar (a pesar de algunas forzaduras) y animando propósitos de resistencia en diversas realidades y asociaciones católicas –en el plano cultural y político- contra las desviaciones nihilistas y tecnocientíficas del laicismo contemporáneo. Pero todavía no se ha hecho, en el revival cristero que convoca ciertas sensibilidades del catolicismo actual, una adecuada reflexión sobre la actitud que asumió la Santa Sede en la época de la Cristiada con respecto al conflicto religioso que se estaba desarrollando y sobre las decisiones concretas que tomó en este sentido. Profundizar este aspecto –objeto de investigación de los historiadores que desde 2006 trabajan en los documentos vaticanos de Pio XI (1922-1939)- puede ofrecer importantes elementos para comprender mejor las directivas y prioridades del magisterio pontificio y de la diplomacia de la Santa Sede en los años de Achille Ratti, y al mismo tiempo puede ayudar a interpretar de manera menos esquemática algunas decisiones del pontificado actual. A la luz del magisterio y del modus operandi del Papa Francisco, en efecto, algunas intuiciones de Pio XI maduradas en el contexto mexicano revelan una actualidad en muchos sentidos sorprendente.

Valorizar la fe del pueblo. El primer dato que merece ser destacado es la atención que el Papa Ratti demuestra por los sentimientos de los católicos mexicanos durante el conflicto religioso y en los años que siguieron. La fe de la gente sencilla parece ser lo más importante para el Pontífice de Desio, e incluso se puede decir, sin miedo a exagerar, que fue una de las “brújulas” que orientaron su accionar en un contexto incandescente que dejaría heridas difíciles de cicatrizar en el tejido eclesial. Por esa razón, por ejemplo, Pio XI aprueba, en julio de 1926, la decisión de los obispos mexicanos de suspender el culto público en todo el país para protestar contra la ley de reforma del Código Penal que impuso el presidente Calles. La fórmula que eligió el Papa en esa oportunidad difícilmente da lugar a equívocos: “La Santa Sede condena la ley y a la vez todo acto que pueda significar o ser interpretado por el pueblo fiel como aceptación o reconocimiento de la misma ley. A tal norma debe acomodarse el episcopado de México en su modo de obrar, de suerte que tenga la mayor uniformidad posible y dar ejemplo de concordia”. Fue una decisión cargada de consecuencias –el Papa no podía preverlo, pero precisamente la suspensión del culto público fue lo que encendió los primeros focos de rebelión armada en las zonas rurales- que por otra parte se basa en un equívoco de fondo: en efecto, Pio XI estaba convencido, a partir de la información que recibía, que el propósito de suspender el culto era compartido por la mayoría de los obispos mexicanos. En realidad la decisión (tal como demuestran hoy las cartas de los archivos romanos) fue tomada por una minoría de obispos intransigentes, con el respaldo de un grupo especialmente aguerrido de jesuitas cercanos a la Liga Nacional para la Defensa de la Libertad Religiosa (LNDLR). Ellos lograron imponer su punto de vista a un episcopado que en su mayor parte tenía una orientación más moderada, pero era incapaz de expresar una posición coherente.

De todos modos, a partir de ese momento y hasta la conclusión del conflicto armado, Pio XI siguió insistiendo en la necesidad de “no escandalizar” a los fieles, como resulta evidente en varias oportunidades. Por ejemplo en noviembre de 1927, cuando el obispo de Tabasco Pascual Díaz y Barreto (figura clave de la Iglesia mexicana de aquellos años) sostiene que la reanudación del culto y el regreso a sus diócesis de los obispos expulsados del país se debe anteponer al propósito –légitimo también- de conseguir que el gobierno reforme la Constitución anticlerical. En esa ocasión, la respuesta de Achile Ratti también fue terminante: “No se debe hacer nada que pueda provocar escándalo y asombro en el clero y el pueblo mexicano. Sabemos que el pueblo se sentiría escandalizado si no se cambiaran las leyes, y por ende la Constitución; y aún en el caso de que se lograra confundir las ideas del pueblo, sería desaconsejable hacer nada sin cambiar las leyes”. Un año después, cuando las negociaciones entre el episcopado y el gobierno para llegar a un acuerdo llevaban ya varios meses, un documento de mons. Borgongini Duca comunica que “El Santo Padre desea que las negociaciones se realicen sobre la base de una modificación de las leyes, de manera que haya una garantía para el futuro y se dé así satisfacción al pueblo y al episcopado”.

Incluso después de los acuerdos de convivencia de junio de 1929, la persecución anticlerical vuelve a comenzar con renovada intensidad en casi todos los Estados de la Federación mexicana a partir de 1931, y Pio XI se convierte en intérprete de los sentimientos de los católicos mexicanos, que se consideran traicionados por el gobierno. No faltan, en las tomas de posición públicas del papa Ratti, referencias implícitas (pero sumamente claras) a los milicianos cristeros, víctimas de crueles represalias incluso años después que terminara el conflicto armado. En la encíclica Acerba animi (29 de septiembre de 1932) el Papa habla de la “firme y generosa resistencia de los oprimidos”, deplorando el hecho de que “con desprecio de las indubitables promesas hechas, muchos clérigos y seglares que habían defendido valientemente la fe de sus mayores eran entregados a la envidia y odio disimulado de sus enemigos”. En la encíclica Firmissimam constantiam (28 de marzo de 1937) llega a afirmar que, si bien “la Iglesia fomenta la paz y el orden, aun a costa de graves sacrificios, y que condena toda insurrección violenta, que sea injusta, contra los poderes constituidos”, también es cierto que “cuando llegara el caso de que esos poderes constituidos se levantasen contra la justicia y la verdad hasta destruir aun los fundamentos mismos de la autoridad, no se ve cómo se podría entonces condenar el que los ciudadanos se unieran para defender la nación y defenderse a sí mismos con medios lícitos y apropiados contra los que se valen del poder público para arrastrarla a la ruina”. A pesar de que estas palabras pudieran tener más relación con la España de la guerra civil que con México, que ya se encaminaba hacia una pacificación religiosa de hecho, demuestran que el Papa no es por principio contrario al uso de la fuerza contra un poder político despótico. El problema, en todo caso, es evaluar si y cuándo es posible y oportuno en cada caso concreto.

La tentación de instrumentalizar las palabras del Papa. La preocupación que manifiesta constantemente Pio XI por todos los católicos mexicanos, incluso por aquellos que frente a la persecución emprenden el camino de la oposición frontal en su forma más extrema, no implica de ninguna manera que el Papa aprobara el uso instrumental de sus palabras, como ocurrió frecuentemente durante la Cristiada. Probablemente el ejemplo más emblemático es el de tres obispos de orientación intransigente – José María González y Valencia (Durango), Emeterio Valverde y Téllez (León) e Jenaro Méndez del Río (Tehuantepec) – que en el otoño de 1926 por mandato del episcopado mexicano se trasladaron a Roma para informar a la Santa Sede (la delegación apostólica se había cerrado algunos meses antes). El propósito debía ser mantener actualizada a la Secretaría de Estado sobre la evolución de la situación religiosa en el país, pero muy pronto su presencia en el Vaticano pasó a ser funcional a la propaganda política de la LNDLR, que aprovechó la cercanía de los obipos con el Papa para acreditar los mensajes intransigentes de estos como expresión de un sentimiento compartido por la Santa Sede. Un año después, cuando tomó estado público que, sin conocimiento de la Santa Sede, los obispos habían consultado algunos teólogos de las universidades pontificias sobre la legitimidad de la rebelión armada y habían divulgado sus opiniones (en su mayoría favorables), el mismo Pio XI en persona ordenó que los tres obispos “se alejen de la ciudad, porque cualquier información que ellos transmiten se considera oficial”. Después el Papa empezó a mostrarse poco paciente incluso con aquellos –sobre todo obispos y sacerdotes- que se sintieron desilusionados  por el modus vivendi de 1929 y difundían rumores de que el Papa “había sido engañado” por los obispos protagonistas del acuerdo, vale decir el arzobispo de Morelia Leopoldo Ruiz y Flores y el ya citado Pascual Díaz y Barreto (nombrado en junio de 1929 arzobispo de Ciudad de México). Por otra parte este último también incurre en la censura del Palacio Apostólico cuando en algunas cartas pastorales de los años ’30 da a entender que la Iglesia es contraria por principio a la lucha armada. Como afirma una nota de la Secretaría de Estado de 1932, “parece que sus palabras pueden interpretarse en el sentido de que la Iglesia reprueba en principio tal defensa. Es sabido, en cambio, que la Santa Sede ha dicho que tal defensa no es lícita en las presentes circunstancias, porque no tiene probabilidad de éxito y por eso resultaría dañina y por lo tanto ilícita”.

Las prioridades de la Iglesia en tiempos de persecución religiosa. El aspecto de la “política mexicana” de la Santa Sede en los años de la Cristiada que probablemente ofrece más puntos de reflexión para nuestro presente, es la respuesta de la Iglesia cuando se reanuda la persecución legal en los años Treinta y a los desafíos del socialismo nacionalista de Lázaro Cárdenas, como las reformas sociales que atacan la propiedad privada (y comportan la nacionalización de los bienes eclesiásticos) y la imposición en todas las escuelas de una educación estatal de signo ateo y socialista. Mientras a nivel público parece prevalecer todavía la denuncia de la persecución que lleva a cabo el gobierno mexicano, en la Secretaría de Estado de Pio XI comienza a abrirse camino una conciencia diferente que, sin poner en discusión la condena en el plano doctrinal de la política “bolchevique” del gobierno cardenista, pone el acento en la necesidad de un replanteo radical de la presencia de la Iglesia en la sociedad. No faltan, en este sentido, críticas incluso muy duras (tal vez poco generosas) contra los católicos mexicanos, que –como dice un documento de 1936- “si estuvieran a la altura de las circunstancias y unidos, podrían y deberían demostrar que, cuando se trata de campañas contra el alcoholismo, de asistencia escolar, de obras de ayuda moral y económica a los obreros, a los campesinos y a los indios, saben ser los primeros y mejores colaboradores. Pero desgraciadamente –sigue diciendo el texto-, por un lado el Jefe del Gobierno es incapaz de comprender los valores religiosos y muchas veces es manipulado por fuerzas ocultas y perversas, y por otra parte los católicos muchas veces son fanáticos, partisanos, politicantes, violentos, y no tiene esa concepción serena y amplia del catolicismo, de la religión, como un valor que por su trascendencia y universalidad puede decir una palabra de verdad y de bondad sobre todo lo que es humano”.

Frente a la secularización de Occidente, que en México asume uno de sus rostros más radicales, Pio XI –siempre atento a proteger la sensibilidad de los católicos mejicanos- ofrece en la encíclica Firmissimam constantiam una respuesta mucho más completa que una simple oposición frontal. Esa respuesta no rechaza a priori (y en ciertos casos, como en España, promueve indirectamente) una resistencia incluso violenta contra los nuevos enemigos de la cristiandad, pero por otra parte señala que la primera y más urgente necesidad es la renovación de la Iglesia.

El reclamo sobre la necesidad de purificación de la Iglesia, que a partir de 1936-37 aparece en reiteradas oportunidades tanto en los documentos oficiales como en los reservados del pontífice, es uno de los aspectos más significativos y menos profundizados del último Pio XI, y un importante punto de contacto con la orientación de los pontificados posteriores, hasta llegar a Bergoglio. También en esta perspectiva se puede decir que la situación mexicana tiene una importancia paradigmática para la Santa Sede. Desde el punto de vista doctrinal, el México revolucionario sigue representando a los ojos de Achille Ratti el terreno donde convergen los principales enemigos de la fe católica –desde el liberalismo hasta el socialismo, desde el protestantismo hasta la masonería, desde el laicismo hasta el comunismo-, dando origen a una síntesis inédita cuyas coordenadas ideológicas no siempre se pueden descifrar. Un análisis atento del estado del catolicismo mexicano demuestra, por otra parte, que la respuesta de la Iglesia a los desafíos de la modernidad no puede limitarse a la condena dogmática o al activismo cívico, sino que también debe pasar por la renovación espiritual y pastoral de la misma Iglesia, llamada a discernir cada vez con mayor atención las necesidades espirituales y materiales de los hombres de su tiempo para poder responder a ellas con mayor eficacia.

Más allá de las inevitables diferencias de estilo y acentos, es difícil dejar de captar en la encíclica de 1937 significativas consonancias con las palabras del Papa Francisco a los fieles mexicanos al concluir el diálogo del 22 de enero pasado, cuando hace una explícita referencia a los “mártires en su historia, que han dado su vida por seguir este camino (…) Renovar la fe quiere decir hacerla “salidora”, hacerla callejera, que no le tenga miedo a los conflictos, sino que busque solucionar los conflictos familiares, escolares, sociales, económicos”.

Torna alla Home Page