COLOMBIA. EL VALOR DE HACER LA PAZ. Algunas consideraciones sobre el Nobel al presidente Santos. Segunda prueba también para la Iglesia

Oslo blinda la paz
Oslo blinda la paz

Otorgarle al Presidente de Colombia, Manuel Santos, el premio Nobel de la Paz 2016 fue una hermosa iniciativa del Comité noruego, es más, fue una hermosísima idea. Hay que reconocer también que, en este caso, los cinco miembros elegidos por el Parlamento de Noruega han tomado una buena decisión, en sintonía con la inmensa mayoría de la opinión pública mundial. En el pasado no siempre fue así. En varias ocasiones el Comité concedió el premio a personas que no lo merecían o bien lo asignó en base a motivaciones discutibles. Esta vez fue distinto. El premio fue otorgado a un político que desde hace muchos años, incluso en contraste con sus orígenes políticos, trabajaba concreta y eficazmente para terminar un conflicto terrible que duró más de medio siglo, hundiendo a Colombia en el pozo más negro de América Latina. El premio no se otorgó a un hombre bueno, a un proyecto que se puede compartir o a una perspectiva de paz. Fue otorgado a un gobernante que durante cuatro años negoció un acuerdo de paz concreto con la guerrilla más antigua del mundo. A un gobernante capaz de alcanzar y firmar un acuerdo global para terminar con una espiral de lutos, sufrimientos y miserias indecibles. A un gobernante que sometió este resultado a un referendo popular y que, a pesar de la derrota, confirmó con increíble coraje: a la guerra no se vuelve, se va para adelante, se vuelven a negociar los acuerdos en los puntos controvertidos.

Este Nobel es un premio para todos los que realmente creen en la paz. Desde el Papa Francisco, que en numerosas oportunidades dio su apoyo a esta negociación, hasta los gobiernos que la respaldaron desde el primer momento, incluyendo a la misma Noruega donde todo comenzó en 2012, los gobiernos amigos (especialmente Cuba) que constantemente ofrecieron su ayuda, la Unión Europea, la ONU (sobre todo Ban Ki-moon) y muchísimos políticos, asociaciones territoriales e iglesias cristianas estadounidenses.

Sin duda una “porción” del premio le corresponde a la Iglesia colombiana, la primera que creyó en la negociación y la alentó con todos los medios a su alcance, incluso cuando nadie escuchaba su voz que resonaba en el desierto del odio y del sufrimiento. Lamentablemente al final, puesta delante del “sí” o del “no” del referendo, esta Iglesia mártir equivocó el camino. Debió haber dado un decidido apoyo al “sí”, pero por razones discutibles prefirió una neutralidad electoral que no hizo más que reforzar a los tibios, a los predicadores de la paz en las palabras, a los indecisos, y alentar la abstención (60%). Estudios electorales de las últimas horas revelan en cambio que las iglesias evangélicas se movilizaron masivamente a favor del “no” y fueron determinantes para su victoria.

Es cierto que, gracias a Dios, Colombia no volverá a la guerra, sobre todo porque Santos y las Farc así lo decidieron. Quizás el Nobel de la Paz debió extenderse también a la ex guerrilla, obviamente no por su pasado, sino por el coraje de cerrar el capítulo de la opción armada después de 52 años de violencias espantosas; violencias que se pueden imputar también a las Fuerzas Armadas colombianas, a la Policía, a los Cuerpos especiales y a los paramilitares. El Comité noruego prefirió no contaminar el Premio a Santos abriendo una discusión sobre el rol de las Farc. Pero una cosa es indiscutible: en este país la paz llegó porque las dos partes, gobierno y guerrilla, hicieron todo lo que estaba a su alcance para firmar el Acuerdo. Sin la voluntad del gobierno y de las Farc, las cosas seguirían igual que en el pasado, lejano y reciente. Ahora se deben volver a negociar varios puntos del Acuerdo que los partidarios del “no” rechazan. Todos esperan que sea un proceso honesto y sobre todo que el líder del “no”, el ex presidente Álvaro Uribe, busque honradamente alcanzar la paz y no solamente volver al poder, como una revancha contra su discípulo Santos. Sería trágico que la paz fuera instrumentalizada en función de una carrera política, para conquistar votos, para pasar la cuenta o por sucias luchas de poder. Estamos seguros de que la Iglesia colombiana estará muy atenta en este sentido, vigilante y severa, lo mismo que los verdaderos defensores de la paz que pertenecen a los dos bandos y que saben que no pueden dejar esta paz solo en manos de los partidos. Hoy el presidente Manuel Santos está menos solo que el domingo 2 de octubre, cuando terminó la consulta popular. Sabe que cuenta con la simpatía y el apoyo de amplios sectores de la opinión pública en todo el mundo. Es un poder moral y mediático que seguramente sabrá usar para renegociar con rapidez y cerrar definitivamente el terrible capítulo de la guerra. Lo esperan peligrosas insidias. La más perniciosa es alargar los tiempos de la nueva negociación y que se filtre la idea de que la guerrilla no está jugando limpio. Pero hay otra aún más peligrosa que haría fracasar todo el proceso: que deba haber un vencedor y un vencido. Si esta locura toma cuerpo, nunca se podrá alcanzar la paz.

En la paz, buscada y conquistada con honestidad, nunca hay vencedores ni vencidos. Hay un encuentro, un con-ceder recíproco, un nuevo punto de partida… una conversión de los corazones y una manera de pensar opuesta a la de hacer la guerra. Por eso la paz es tan difícil. En ocasión de la Oración para invocar la Paz en Medio Oriente, ante la presencia del desaparecido presidente Shimon Peres, del presidente Abu Mazen y del Patriarca Bartolomé, el 8 de junio de 2014, el Papa Francisco pronunció enfáticamente palabras que ahora se pueden aplicar a Colombia: « Señores Presidentes, el mundo es un legado que hemos recibido de nuestros antepasados, pero también un préstamo de nuestros hijos: hijos que están cansados y agotados por los conflictos y con ganas de llegar a los albores de la paz; hijos que nos piden derribar los muros de la enemistad y tomar el camino del diálogo y de la paz, para que triunfen el amor y la amistad. Muchos, demasiados de estos hijos han caído víctimas inocentes de la guerra y de la violencia, plantas arrancadas en plena floración. Es deber nuestro lograr que su sacrificio no sea en vano […]. Para conseguir la paz, se necesita valor, mucho más que para hacer la guerra. Se necesita valor para decir sí al encuentro y no al enfrentamiento; sí al diálogo y no a la violencia; sí a la negociación y no a la hostilidad; sí al respeto de los pactos y no a las provocaciones; sí a la sinceridad y no a la doblez. Para todo esto se necesita valor, una gran fuerza de ánimo».

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