«QUERIDO JESÚS, LA CULPA ES TUYA». El Papa Francisco escribe el prólogo del libro “No tener miedo de perdonar” que cuenta la historia del padre Luis Dri y su vida en el confesonario

Una foto del año 2000: Bergoglio con el padre Luis Dri en el Santuario de Pompeya en Buenos Aires
Una foto del año 2000: Bergoglio con el padre Luis Dri en el Santuario de Pompeya en Buenos Aires

«Ya he contado muchas veces y en diversas oportunidades la respuesta que me dio el padre Luis Dri cuando yo era arzobispo en la otra diócesis, en Buenos Aires. Le había preguntado qué hacía cuando salía del confesonario donde había pasado muchas horas y sentía escrúpulos por haber perdonado demasiado. Me dijo que entonces iba delante del Sagrario, delante del Santísimo, y le pedía perdón por haber perdonado tanto, y terminaba diciéndole a Jesús: “¡Pero fuiste vos el que me dio mal ejemplo!”». Con estas palabras el Papa Francisco evoca uno de los episodios que más ha citado de su pasado de sacerdote y confesor. «Me habían impresionado sus palabras», admite él mismo «y por eso siempre vuelvo a contarlas, porque nos hablan de una actitud que hoy es más necesaria que nunca». Y lo hace introduciendo sorpresivamente – casi al terminar el año jubilar sobre la misericordia – el libro del padre capuchino Luis Dri, de noventa años, escrito con Alver Metalli y Andrea Tornielli, y publicado por Rai-Eri. El libro cuenta por boca del fraile – el cuarto de diez hermanos de una familia del campo argentino que siguieron todos ellos la vida religiosa (caso único hasta donde yo sé) -, su vocación, el encuentro con Bergoglio y su larga vida como confesor, una práctica a la que dedica muchas horas por día desde hace sesenta años.

«El penitente que llama a la puerta de nuestros confesonarios puede haber llegado hasta el abrazo misericordioso de Dios por muchísimos caminos», dice el Papa en el prólogo. «Puede ser un fiel que se acerca habitualmente al sacramento de la reconciliación o puede ser alguien que llega empujado por alguna circunstancia excepcional. Puede haber entrado por casualidad en la iglesia – aunque en los planes de Dios nada es casualidad – o bien ese gesto puede ser la etapa final de un itinerario muy doloroso. Cualquiera haya sido la razón, cuando una mujer, un hombre, un joven o una persona anciana se acercan al confesonario, hay que hacerles sentir el abrazo  misericordioso de nuestro Dios. Un Dios que nos precede, nos espera y nos acoge. Exactamente igual que al Hijo Pródigo, el que vuelve a la casa de su padre después de haber dilapidado en poco tiempo la mitad de las riquezas que exigió que le diera. Había tocado fondo, había tomado fuerzas y había vuelto a su casa. El padre misericordioso estaba allí, observando atentamente el horizonte. Estaba allí, esperándolo con los brazos abiertos. Y cuando el Hijo Pródigo empezó a hablar, a acusarse de su pecado, el padre casi no lo dejó seguir sino que lo abrazó y lo recibió de nuevo como hijo; y lo restituyó como hermano a su otro hijo. No lo puso a trabajar con los sirvientes. Le devolvió la plena dignidad de hijo».

El padre Luis Dri cuenta en el libro que ha recortado y pegado en la pared del confesonario una imagen del cuadro de Rembrandt que representa la escena del abrazo entre el Padre y el Hijo Pródigo. Observa el Papa: «El padre Luis nos recuerda que probablemente el detalle más importante de esta pintura son las manos del Padre misericordioso, que no son idénticas entre sí: una mano, la izquierda, es masculina, y la otra es más femenina. La misericordia, lo mismo que la compasión, esa conmoción visceral que siente Jesús en muchas páginas del Evangelio, tiene características tanto paternas como maternas. La misericordia es el visceral amor materno, que se conmueve ante la fragilidad de su criatura y la abraza, y en su aspecto masculino es la fidelidad fuerte del Padre que siempre sostiene, perdona y vuelve a poner en camino a sus hijos».

En el prólogo del libro “No tener miedo de perdonar” que acaba de ser publicado, el Papa repite un concepto que para él es fundamental: «la única fuerza capaz de conquistar el corazón de las personas es la ternura de Dios. Lo que encanta y atrae, lo que doblega y vence, lo que abre y suelta las cadenas, lo que libera, no es la fuerza de los instrumentos o la dureza de la ley, sino la debilidad omnipotente del amor divino, la fuerza irresistible de su dulzura y la promesa irreversible de su misericordia». Y ejemplifica ese concepto con la imagen del seno materno que vuelve a engendrar. «El ser abrazados, el estar delante de Dios Misericordioso que se hace cercano a través del sacerdote, convierte el confesonario en el seno materno. En una casa para nosotros, pobres pecadores, que nos sentimos huérfanos y desheredados». Pecador igual que los pecadores debe sentirse el confesor. “Llegar a ser un buen confesor no es el resultado de un curso profesional» dice el Papa Francisco. «Para ser buenos confesores ante todo debemos ser los primeros en reconocernos pecadores, y pedir primero para nosotros mismos ser acogidos, levantados, perdonados, inundados de misericordia. Ser nosotros los primeros en dejarnos mirar por Jesús y por María. Ser nosotros los primeros en dejarnos cubrir por su manto. Ser nosotros los primeros capaces de llorar, por nuestros pecados y también por los pecados del que se confiesa».

Francisco cita un santo muy querido por el capuchino argentino, el padre Leopoldo Mandic. «San Leopoldo Mandic tenía la costumbre de decirle al penitente: “Tenga fe, tenga confianza, no tenga miedo. Mire, yo también soy un pecador como usted. Si el Señor no me pusiera una mano sobre la cabeza, haría lo mismo que usted, y aún cosas peores”. Y pocos días antes de morir, este gran santo confesor dijo: “Hace más de cincuenta años que confieso y no me remuerde la conciencia por todas las veces que di la absolución, pero lamento las tres o cuatro veces que no pude darla. Tal vez no hice todo lo posible para suscitar en el penitente la disposición necesaria”. Tenemos delante de nuestros ojos el luminoso testimonio de estos santos. Y también el testimonio de muchos buenos sacerdotes y religiosos que diariamente, en el anonimato, abren las puertas de las iglesias y de los confesonarios, acogen, escuchan y levantan la mano que bendice dispensando misericordia y perdón a la humanidad herida de nuestro tiempo».

En el prólogo, el Papa destaca también el valor social de la misericordia. «Si es verdad que vivimos tiempos difíciles, eso que muchas veces he llamado una “guerra mundial en pedazos”; si es verdad que vivimos tiempos de terror y de miedo, por la violencia ciega que se nos presenta sin ningún tipo de humanidad, también es cierto que los ejemplos positivos, gracias a Dios, no faltan. Cada signo de amistad, cada barrera que se derriba, cada mano tendida, cada reconciliación, aunque no sea noticia, está destinada a actuar en el tejido social. Sea el de nuestras familias, el de nuestros barrios, el de nuestras ciudades, el de nuestras naciones, el de las relaciones entre los Estados. El río en creciente del odio y de la violencia, no lo olvidemos nunca por favor, nada puede contra el océano de misericordia que inunda nuestro mundo. Sumerjámonos en este océano, dejémonos regenerar. Permitámosle a Dios que obre en nosotros, pidámosle que venza nuestra indiferencia y que nos haga capaces, a nuestra vez, de ser compasivos, de compartir, de ser solidarios y también de derramar  lágrimas, para poner nuestra mejilla junto a la mejilla del que sufre en el cuerpo y en el espíritu».

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