METHOL FERRÉ Y AQUELLAS CONSIDERACIONES LATINOAMERICANAS SOBRE EL CONCILIO Y LA REFORMA PROTESTANTE. Las raíces del diálogo del Papa con Lutero en el Vaticano II

El Papa en Suecia. En el recuadro, Bergoglio presenta el libro de Methol Ferré en Buenos Aires el 16 de mayo de 2009
El Papa en Suecia. En el recuadro, Bergoglio presenta el libro de Methol Ferré en Buenos Aires el 16 de mayo de 2009

En el año 2007, poco antes de que comenzara la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Aparecida, Brasil -que fue inaugurada por Benedicto XVI y cerró Bergoglio con el documento de síntesis que ya anticipa las grandes líneas de su pontificado-, el filósofo e historiador uruguayo Alberto Methol Ferré – bien conocido por el arzobispo de Buenos Aires y futuro Papa Francisco – reflexionó sobre la cumbre eclesial haciendo un aporte que se publicó en el libro “La América Latina del siglo XXI”. Este libro fue reeditado en 2014 con el prólogo “Más actual que nunca” del Dr. Guzmán Carriquiry Lecour, vicepresidente de la Pontificia Comisión para América Latina, y  también incluye un capítulo nuevo titulado “Afinidades electivas de un Papa y un filósofo”.

Publicamos un fragmento del capítulo “Apogeo y crisis de la modernidad”, considerando la pertinencia de las reflexiones que allí se hacen en relación con el Viaje ecuménico a Suecia del Papa Francisco para la conmemoración de los 500 años de la Reforma, en consonancia con la aplicación del Concilio.

 ¿Cómo sintetizaría los grandes resultados del Concilio?

Con el Concilio, la Iglesia trasciende tanto la reforma protestante como el iluminismo secular. Los supera, en el sentido que asume lo mejor de uno y de otro. Podemos también decirlo así: recrea una nueva reforma y un nuevo iluminismo, que eran además las dos grandes cuestiones que habían quedado sin resolver, con las que nunca se habían cerrado verdaderamente las cuentas. Con el Concilio, la reforma y el iluminismo se vuelven, finalmente, algo del pasado, pierden sustancia y razón de ser, y realizan lo mejor de sí mismos  en la intimidad católica de la Iglesia. La Iglesia, al asimilarlos, los anula como adversarios y recoge su potencia constructiva.

¿Qué significa que los asimila?

Para responder a todos los desafíos -para “aggiornarse”- la Iglesia tenía que reasumir al conjunto de la modernidad, de la que se había defendido en el curso del proceso de descomposición de la vieja cristiandad medieval y barroca. Los rasgos fundamentales de la modernidad se llamaban reforma protestante e iluminismo secular. La Iglesia había dado algunas respuestas a una y otro, pero limitadas y, de algún modo, insuficientes, en el sentido de que había refutado y rechazado algunos elementos inaceptables de la reforma y del iluminismo pero no había distinguido lo suficiente la verdad del error. Un error es poderoso, precisamente, por la verdad que encierra, y sólo se puede responder a él comprendiendo el núcleo de verdad que tiene dentro. Paul Samuelson dice con ironía que hasta un reloj parado afirma la verdad dos veces por día.

En mi opinión, el Concilio Vaticano II supera la modernidad por primera vez, comprendiendo lo mejor de la reforma protestante y lo mejor del iluminismo.

¿Qué es “lo mejor” de la reforma?

La afirmación del pueblo de Dios y del laicado como pueblo sacerdotal. En cierto sentido, la reforma fue una gran protesta laical contra el clericalismo. En el viejo mundo campesino, la Iglesia era el sector más iluminado, y dentro de ella el clero era el componente más letrado; los religiosos sabían leer y escribir, copiaban libros, transmitían el conocimiento, entonces controlaban la herencia cultural del pasado y su transmisión, mientras el conjunto de la sociedad era en su mayor parte analfabeto. Se puede considerar que lo “mejor” de la reforma es una reivindicación de la participación activa del pueblo en la Iglesia; es el pueblo elevado a la condición de realeza y pueblo sacerdotal.

Pero la reforma terminará restándole valor al sacerdocio ministerial y esto la conducirá a poner en tela de juicio la jerarquía, la sucesión apostólica, la totalidad de la tradición de la Iglesia, abriendo el camino a interpretaciones múltiples y subjetivas de las sagradas escrituras, vistas y tratadas no como depositum fidei del pueblo en su conjunto sino como posesión de cada uno, en el sentido individual.

Es así como la reforma protestante se atomiza en múltiples iglesias. Basta observar que el protestantismo no se difunde por un movimiento de despliegue sino por una multiplicación incesante de comunidades desconectadas entre sí. Hoy la multiplicación se produce en forma sectaria.

¿En qué sentido dice que el Concilio asume el núcleo interno de la reforma protestante?

El Concilio proclama la misión sacerdotal del pueblo, del cual el papado y el clero forman parte en términos de servicio.

El pueblo cristiano no es un pueblo amorfo sino estructurado en torno al papado que garantiza la transmisión del depositum fidei, un colegio cardenalicio que colabora perpetuando la suprema autoridad, una tradición escrita cierta y autorizada, una colegialidad ejercitada en contacto con el pueblo, etc..

Vayamos a la segunda cuestión pendiente. El cristianismo había unido íntimamente razón natural y fe. El iluminismo esgrime la razón natural contra de la Iglesia. ¿Cómo se llega a esta oposición?

La crisis de la reforma había generado las guerras de religión, la paz estaba comprometida, los cristianos se mataban entre ellos por doquier. En esta situación, el iluminismo representa el intento de reunificar y pacificar una Europa desgarrada y dividida. Se mueve para legitimar la paz religiosa, estableciendo un acceso natural y racional a Dios, contra el sobrenaturalismo del protestantismo que no acepta los prolegómenos de la razón natural. En cierto sentido, el protestantismo exalta la fe contra la razón natural; el iluminismo es una respuesta secular que afirma la razón natural como superior y más verdadera que la fe que cada uno puede nutrir en forma subjetiva.

El ecumenismo que el iluminismo pretende atestiguar, tiene el objetivo de sustituir la multiplicidad de las iglesias en conflicto, sometiendo todo y a todos a una razón natural superior que dice estar en la base de la verdadera racionalidad humana.  Quienes agregan al dios de la razón natural una creencia particular, pueden hacerlo, pero es una experiencia libre y facultativa de cada uno. Todos, en cambio, se deben reconocer en el dios de la razón natural, porque allí acontece la unidad mínima universal de la multiplicidad religiosa. Tal es la esencia del ecumenismo masónico.

Entonces el iluminismo tenía un carácter de protesta contra la absorción de lo secular en lo religioso, rechazaba una religiosidad oscura. Por un lado, rechazaba las formas eclesiásticas que desconocen la autonomía de lo secular tanto en el orden de la política y del estado como en el orden del conocimiento, desde las ciencias naturales hasta las humanas. Por otro, se oponía a una espiritualidad que negaba el valor del mundo, que invocaba el cielo menoscabando la tierra, en oposición a la tierra. El iluminismo, por el contrario, pretendía afirmar el valor de la tierra contra el clericalismo católico y el pesimismo protestante. En este núcleo polémico –sumariamente resumido- está contenido, en mi opinión, lo mejor del iluminismo.

Esta doble protesta cumple un recorrido que no detallaremos aquí; bastará con observar que desemboca en el secularismo y termina con la expulsión de lo religioso de la vida histórica, lo recluye a un ámbito privado o, más simplemente, lo niega. Pero esto ya es otro discurso. Es bueno reiterar que los iluministas percibían el cielo como una invasión de la tierra; entonces el cielo era un obstáculo para el progreso de la tierra. Parecía una alternativa: o el cielo o la tierra, o Dios o el hombre. Un iluminado como Feuerbach, “padre” de Marx y Engels, lo afirmaba con claridad cuando decía que el verdadero cristianismo no necesita ni la cultura -considerada un principio mundano contrario al sentimiento religioso-, ni el amor natural.Proudhon estaba persuadido de que se había emprendido una lucha sin cuartel contra el cielo para que la tierra pudiera ser ella misma.

¿Qué es “lo mejor” del iluminismo que el Concilio rescata?

El Concilio, al contrario de lo que sostenía la derivación iluminista, muestra que la fe no desconoce la autonomía de lo secular y que aporta nuevas razones para el desarrollo humano. El Cielo fecunda la Tierra, la empuja sabiamente hacia su crecimiento integral, la eleva, la purifica.

El Concilio afirma la autonomía del conocimiento de la naturaleza y de la historia; la teología no pretende sustituir a las ciencias humanas, eleva el conocimiento poniéndolo a la luz de la fe. Por lo tanto, no se siente en conflicto con las ciencias naturales, es más, respeta su autonomía esencial. En segundo lugar, el Concilio reafirma los derechos humanos. Fíjese que muchos católicos, figuras de peso como Maritain y Teilhard de Chardin, participan  en el proceso de formulación de la declaración sobre los derechos humanos que proclama la ONU y lo apoyan.

El iluminismo deísta había cimentado los derechos humanos en Dios, tanto en la Asamblea constituyente francesa como en la Declaración de la independencia norteamericana. En la modernidad, el iluminismo que había afirmado los derechos humanos en virtud de su posición racional, pierde su referencia a Dios en amplios sectores y en consecuencia abandona el mismo fundamento de la ley natural sobre la que se apoyan tales derechos.

Sin duda, la Iglesia nunca fue aquella caricatura que quiso representar el iluminismo, pero algunas veces asumió formas históricas que han deformado su genio y proporcionaron el pretexto para reducirla a una caricatura de sí misma. Está claro que estas formas no le eran inherentes, incluso por el simple hecho de que fue posible el Concilio. Al quedarse el hombre sin Dios, también la ley se transforma en una norma que cada subjetividad individualmente entendida se pone por sí misma y para sí misma: «Yo soy la ley». De este modo, ya no puede existir una ley universal porque siempre lo universal será extrínseco al sujeto, no interno.

De: Alberto Methol Ferré-Alver Metalli, El Papa y el Filósofo, Biblos, 2013

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