EL BEATO ROMERO HACIA EL CENTENARIO DE SU NACIMIENTO. Del “Romero es nuestro” de Juan Pablo II al Romero “Evangelizador y padre y de los pobres” del Papa Francisco

Procesión en memoria de Romero en San Salvador
Procesión en memoria de Romero en San Salvador

“Queremos decirles, hermanos criminales, que los amamos y le pedimos a Dios el arrepentimiento de sus corazones, porque la Iglesia no es capaz de odiar, no tiene enemigos. Solo son enemigos los que se declaran tales, pero ella los ama y muere como Cristo”. Con mucha razón en la solapa de la biografía de Roberto Morozzo della Rocca (Oscar Romero, La biografía, Milano 2015) se ha puesto de relieve esta frase de Oscar Arnulfo Romero, tomada de la homilía que pronunció en el funeral de su gran amigo, el padre jesuita Rutilio Grande, asesinado tres años antes que él, el 14 de marzo de 1977. Con mucha razón, porque resume la manera de pensar del arzobispo y beato latinoamericano de El Salvador y nos señala un camino que el mundo necesita hoy más que nunca: ¡el camino de la misericordia! La misión de la Iglesia en el mundo, como todos los días nos muestra el Papa Francisco, se cumple o desaparece (aunque en realidad, en unión con Pedro no puede desaparecer) con el anuncio de la misericordia, ¡porque “la Iglesia no es capaz de odiar” ni siquiera a un enemigo!

Roberto Morozzo della Rocca enseña Historia Contemporánea en la Universidad de Roma Tres y su libro no contiene elementos hagiográficos, que por lo general oscurecen más que iluminan la figura de un santo. Recorre los temas esenciales de esta figura eclesial latinoamericana, tratando de liberarla de los rótulos que le han puesto: marxista revolucionario, conservador, que se convierte de golpe a la opción preferencial por los pobres, obispo politizado, etc.

Como siempre ocurre cuando encontramos un santo, uno queda descolocado, porque las etiquetas que intentamos adosarle no son suficientes para abarcarlo: no es un héroe, pero puede llegar a serlo; no es un político, pero con razón y a pesar suyo puede ser considerado como “un personaje infinitamente político” (ibídem, 142). Infinitamente porque “Romero tenía fe y esperaba lo imposible” (144). “Él miraba “los graves problemas que tenía El Salvador con una visión cristiana tradicional” (138), que se alimentaba con la oración, con los Padres de la Iglesia, con los textos del Magisterio, pero no era una persona de “centro”, si con este adjetivo se quiere significar una “equidistancia” con respecto a las partes políticas en juego: “se había alineado con la parte más multiforme de la sociedad, impulsada por diversas premisas éticas, que quería poner remedio a la injusticia social”. Eso no significa que haya sido un pensador de izquierda, así como tampoco la Evangelii Gaudium del Papa Francisco con su “No a una economía de la exclusión (EG, 53-54) o su “No a la nueva idolatría del dinero” (EG, 55-56) es un texto de izquierda. Tanto el beato Romero como el Papa Francisco expresan “el pensamiento clásico del cristianismo sobre la riqueza, sobre la injusticia y sobre los pobres” (Roberto Morozzo della Rocca, 138). O para hacer hablar al mismo Romero en su última carta pastoral: “Esta idolatría de la riqueza impide a la mayoría disfrutar de los bienes que el Creador hizo para todos y lleva a la minoría que lo posee todo a un gozo exagerado de esos bienes” (ibidem, 138).

Los criterios de discernimiento del beato Romero se pueden resumir en dos palabras: honestidad para aprender de la experiencia ¡y fidelidad a Roma! De la experiencia aprendió que las fuerzas oligárquicas del país no gobiernan el país para su bien, sino favoreciendo la injusticia social, que Dios no desea. Aprendió la diferencia entre el dolor como conformismo, que Dios no quiere – lo mismo que la injusticia social – y el dolor como “inquietud de salvación”: ésta corresponde a “Cristo que nace, enseñándole a los países pobres, a los mesones, a estas noches frías en las cortas de café, o calientes junto a las algodoneras, que todo eso tiene un sentido” (Romero, Homilía de Navidad de 1979, citada en ibídem, 139). ¡Aprende de su experiencia como obispo que todo tiene un sentido! Sin legitimar por eso lo que es completamente contrario a la voluntad de Dios.

Por lo que respecta a Roma, Romero llevaba en su corazón en primer lugar la figura del Papa Pio XI, un “pontífice de porte imperial” (Ibídem, 17), pero su “sentir con la Iglesia” no estaba relacionado solo con la figura de este Papa tan amado: “cada Papa encarna en su modo de ser el aspecto que más necesita en ese tiempo la vida de la Iglesia” (Romero, citado ibídem, 18). Esto es y sigue siendo católicamente cierto aunque uno llegue a desilusionarse de un Papa o por un encuentro con él, como ocurrió en el primero de los dos encuentros personales que tuvo Romero con san Juan Pablo II, deseados en ambos casos por el Pontífice: en esa oportunidad, Romero no comprendió la comparación que hizo el Papa polaco entre Polonia y El Salvador y sintió que lo había dejado solo, aunque en realidad no era así. San Juan Pablo II puso inmediatamente en su corazón, no menos que Pablo VI, al obispo latinoamericano, y no recién el 6 de marzo de 1983, cuando fue a El Salvador durante la guerra civil y quiso rezar en su tumba, en la catedral, descalificando clamorosamente un programa que evitaba hacer memoria del arzobispo. Allí dijo varias veces con énfasis: “Romero es nuestro” (ibidem 220-221). Y lo defendió con firmeza de la actitud negativa que expresaba el Nuncio apostólico Gerarda con respecto a él, propiciando una “Curia menos dependiente de las críticas contrarias que llegaban del otro lado del océano” (ibídem 215-216). En el segundo encuentro, el mismo Romero se dio cuenta del afecto del Santo Padre. Después, “Romero volvió eufórico, reconfortado con la plena solidaridad del Papa, expresada en términos personales y fraternos” (ibídem 219-220).

El beato Romero fue un hombre capaz de asumir en su pensamiento tradicionalmente cristiano la “legitimidad crítica de la modernidad” (Massimo Borghesi) representada por el Vaticano II. Escribe en 1964: “En la voz del Papa hay un grito de esperanza. Una esperanza inmensa, porque es tiempo de renovación. No olvidemos que estamos en el siglo del Concilio Ecuménico. Renovación ha gritado la Iglesia, y esta renovación ya nadie podrá detenerla porque es el mismo Espíritu Santo el que sopla” (ibídem, 33).

*Profesor de Filosofía en Sajonia-Anhalt

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