Los tatuajes en el cuerpo también migran. Lo demuestra un informe de la policía de Honduras sobre el nuevo curso que ha tomado este lenguaje característico de las pandillas y sus miembros. Primero los tatuajes eran visibles y se ostentaban como signo de pertenencia, pero ahora se están haciendo cada vez más privados e invisibles, grabados en lugares del cuerpo más íntimos y ocultos. En el cuerpo de las personas de generaciones más jóvenes, arrestadas o muertos en los enfrentamientos armados entre las mismas bandas o con la policía, se han “descubierto” tatuajes en los órganos genitales, el pene o la vagina, o en las zonas inmediatamente aledañas, pero también entre los dedos del pie, en la planta, en el paladar o en el interior de la boca. Dolorosísimos pero igualmente necesarios en el lenguaje de las sangrientas bandas juveniles de América Central.
Marcar el territorio y definir a quién se pertenece es mucho más que una necesidad del reclutamiento. Los murales se usan para el primer objetivo, delimitar un área, un barrio, un conjunto de calles o de edificios, para hacer saber que el territorio está “ocupado”, que por allí nadie puede pasar impunemente, que deben pagar un tributo, generalmente en dinero; los tatuajes en el cuerpo corresponden al segundo y más importante momento, la identificación del sujeto que los lleva con la banda a la que ha decidido entrar.
Los tatuajes forman parte de un lenguaje complejo, tan definitivo como el mismo tatuaje: no se puede borrar y lo llevará durante toda su vida, por lo menos durante los años de vida que se le permita vivir y que en las maras de Honduras, las más violentas de América Central, son bastante limitados. Los tatuajes los usan sobre todo los miembros de las dos bandas dominantes, la 18 y la Salvatrucha, y en algunos casos – según informa una investigación publicada por el diario El Heraldo de Honduras – Los Chorizos.
La transmigración de los tatuajes desde las zonas visibles del cuerpo a las invisibles que en los últimos tiempos han registrado las autoridades policiales del país centroamericano se consideran la respuesta a la ley antimaras y al temido artículo 3-32 reformado, que incrementa las penas de 20 a 30 años a los miembros que hayan cometido delitos, establece condiciones carcelarias especialmente restrictivas y la obligación de trabajar durante todo el tiempo – prolongado en este caso – de reclusión.