VENEZUELA. UNA NACIÓN COMO REHÉN. La única solución posible para la dramática crisis no la desean las partes en conflicto

Una calle de Caracas con el nombre de los muertos en las protestas escritos sobre el asfalto. Foto AFP/END
Una calle de Caracas con el nombre de los muertos en las protestas escritos sobre el asfalto. Foto AFP/END

Como muchísima gente, probablemente todos, nosotros también esperamos que a partir de las conversaciones en el Vaticano entre el Papa Francisco y los obispos miembros de la Comisión directiva del Episcopado venezolano, acompañados por los dos cardenales del país, J. Urosa y B. Porras, puedan abrirse vías de solución para la crisis de este importante país sudamericano. El caos comenzó hace ya seis años y el altísimo precio que ha cobrado en vidas humanas, sufrimiento y miseria, humillaciones y tantas otras cosas, lo ha pagado única y exclusivamente el pueblo, sobre todo los más débiles, los que no pertenecen a ningún partido ni tienen protectores. El drama venezolano es, ante todo, el drama de todo un pueblo, tantas veces usado como si fuera un comodín en el juego sin escrúpulos de la política.

Actualmente Venezuela, aunque nos disguste aceptarlo y admitirlo, es un país que desde hace mucho tiempo ha sido tomado como rehén por el odio, el fanatismo ideológico, los cálculos mezquinos e insensatos y las desenfrenadas ambiciones personales.

No se recuerda en la historia reciente de la región latinoamericana, salvo casos de conflictos internos armados, una crisis político-institucional de estas características: larguísima e inextricable, con protagonistas indignos de confianza, empeñados en muchos casos en convertir la sincera y generosa ayuda exterior, como la del Vaticano y la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur), en una oportunidad para explotar en beneficio propio, electoral o mediático. En este campo el gobierno de Caracas y los grupos de la oposición compitieron sin escrúpulos ni medida, tratando de usar el apoyo que le ofrecían para buscar una solución consensual, como arma de ataque contra el otro.

Las partes en Venezuela, gobierno y oposiciones, obviamente tienen responsabilidades muy distintas en la situación que ha llevado al país al colapso, y sin duda las más graves e importantes son del presidente Maduro y los partidos que lo apoyan, pero en el ámbito del encuentro entre las partes, facilitado por el Vaticano y la Unasur, el fracaso total del diálogo es una responsabilidad que todos comparten en idéntica medida. Ellos y solo ellos hicieron fracasar el diálogo, porque nunca lo desearon sinceramente, y aprovecharon las circunstancias para continuar, cada uno a su manera, la guerra de posiciones y la guerra de propaganda. En definitiva, los mismos juegos tácticos de siempre de la política latinoamericana mezquina e insensata.

Sabemos perfectamente que esta verdad no es muy bien recibida por una gran parte de la prensa, tanto en Venezuela como en otras partes. ¿Por qué? Porque en nuestro enfoque maniqueo de los conflictos tendemos a poner todo el bien de una parte y todo el mal de la otra. El axioma esquemático es sencillo: Maduro es un dictador, un incompetente, un fantoche manipulado por los que realmente tienen poder (las Fuerzas Armadas), y por lo tanto los partidos de la oposición son la libertad, la eficiencia, la justicia, el bien del pueblo. ¡Pero no es así! Maduro es todo lo que hemos dicho y tal vez más, pero los partidos de la Mesa de Unidad Democrática, especialmente los cinco más importantes entre los quince que lo componen, solo piensan en cuál de sus líderes tendrá más fuerza para sustituir a Maduro y, como organizaciones de la oposición, se comportan con modalidades discutibles que permiten suponer y anticipan lo que serán y lo que harán el día de mañana, si llegan al gobierno.

El verdadero drama de Venezuela es que el Gobierno y las oposiciones son equivalentes, aunque tienen diferentes grados de responsabilidad en la crisis.

Hubieran podido encontrar una solución consensual, por el bien del pueblo, para muchos problemas, hace ya dos o tres años, pero en realidad nunca quisieron seriamente hacerlo. En este estado de cosas, ¿qué pueden hacer la Iglesia, el Papa, los obispos?

No es fácil y por ahora algunos indicios parecen dar la razón a los que ya dicen: “No pasará nada porque la Iglesia no puede hacer nada en semejante embrollo”. La Iglesia venezolana, el Papa, el Vaticano, pueden hacer muchísimo, y en estos años nunca dejaron de ofrecer su apoyo, orientación y solidaridad al pueblo de esta nación, pero lamentablemente no pueden hacer lo que más falta hace en este momento de grave emergencia: obligar a ambas partes – el gobierno de Maduro y los partidos de la oposición reunidos en la Mesa de Unidad Democrática – a dialogar, y actuar como mediador hasta que se alcancen los acuerdos mínimos y necesarios para abrir un camino, aunque sea gradual, para la normalización de una nación que ya se precipitó en el abismo.

El Papa, la diplomacia vaticana y los obispos no tienen poder para hacer eso, y además no forma parte de la naturaleza y misión de la Iglesia favorecer o desalentar plataformas políticas, programas electorales o maniobras tácticas. El Santo Padre, a través de su ministerio y magisterio, puede alentar soluciones consensuales buscadas por las mismas partes, que son las únicas verdaderas protagonistas de ese tipo de operaciones. La Iglesia no puede imponer nada al respecto, suponiendo que fuera aceptado, cosa que por otra parte es totalmente improbable.

La única vía posible para la Iglesia, tanto para la Santa Sede como para los obispos venezolanos, y en particular para el Papa, es la persuasión moral, sumada a todo lo que hace y puede hacer la comunidad internacional. Son las dos partes, y solo ellas, las únicas que podrían, si tuvieran visión de futuro y fueran generosas, serias y responsables, reencauzar la situación acordando la única alternativa razonable y plausible: restituir al pueblo, por medio de elecciones libres, garantizadas y controladas, la renovación de todas las autoridades del país.

En tiempos de la guerra fría, cuando los países latinoamericanos eran el tablero donde las superpotencias movían sus piezas, una situación de este tipo se hubiera “resuelto” con el acostumbrado golpe de estado. Eran las reglas de la geopolítica de aquel momento. Hoy, gracias a Dios, eso ya no es posible, pero hay algo en lo que todos los expertos y analistas están de acuerdo: ha llegado también para las Fuerzas Armadas de Venezuela la hora de discutir con el gobierno constitucional de Maduro las modalidades y tiempos de una solución. Estaría en juego la unidad misma de los cuerpos militares.

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