EL GRAN OLVIDADO. En El Salvador que produce santos y beatos, hay algunos que quedan en la sombra, como Arturo Rivera y Damas, primer sucesor de Romero después que fue asesinado

La cripta de Romero. Sobre la columna de la derecha, el retrato de Rivera y Damas
La cripta de Romero. Sobre la columna de la derecha, el retrato de Rivera y Damas

A Romero el destino le tenía reservado el martirio, a su primer sucesor, el salesiano Rivera y Damas, una muerte silenciosa e imprevista en el lecho de un hospital. Ahora están unidos por la muerte, sepultados ambos en la cripta de la catedral de San Salvador, uno bajo el bronce de un monumento sepulcral y el otro retratado sobre la pared, a espaldas del mausoleo de Romero, silencioso y humilde, apoyándolo y defendiéndolo incluso del fuego amigo. Paula Figueroa conoce bien a ambos. Fue colaboradora de Romero y posteriormente de Rivera y Damas durante veinte años, después de la muerte del primero en marzo de 1980. En aquella época era una joven empleada de la Secretaría de Comunicación social de 17 años que redactaba para el sucesor de Romero el informe sobre los casos de violaciones de los que él mismo, como Romero, se hacía eco en la catedral durante los sermones dominicales. Paula Figueroa piensa, como muchos en El Salvador, que ha llegado el momento de rescatar a Arturo Rivera y Damas del cono de sombra al que quedó relegado por la fama de santidad del amigo que acompañó como colaborador.

¿Quién es Arturo Rivera y Damas?

Un arzobispo de San Salvador, el quinto en la historia eclesiástica de la arquidiócesis y el primer sucesor de monseñor Romero después que fue asesinado el 24 de marzo de 1980. Nació en un pueblo de la zona central de El Salvador, San Esteban Catarina, en el departamento de San Vicente, un 30 de septiembre de 1923. Provenía de una familia de clase media, porque tales eran don Joaquín Rivera y doña Ester Damas de Rivera que lo trajeron al mundo. A monseñor Romero lo unía una gran amistad.

¿Y qué más?

Es el hombre prudente que guió la Iglesia de San Salvador durante los años difíciles del conflicto armado en todas sus fases, entre intentos de negociación y fracasos. Él y su obispo auxiliar, monseñor Gregorio Rosa Chávez, participaron como mediadores en las reuniones de diálogo de La Palma y Ayagualo entre el gobierno y las fuerzas de los insurgentes del FMLN, promoviendo con convicción la opción de la solución negociada como única vía de salida para el conflicto bélico salvadoreño. En 1985 Rivera y Damas participó nuevamente como mediador junto con el rector de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA), Ignacio Ellacuría, en las conversaciones para obtener la liberación de Inés Guadalupe Duarte, la hija del Presidente de la República José Napoleón Duarte, secuestrada por el FMLN. En 1987 promovió una nueva reunión de diálogo entre el gobierno y la guerrilla en la Nunciatura Apostólica de San Salvador. Lamentablemente no pudo ver a la sociedad reconciliada, aunque siempre hizo todo lo posible para trabajar en esa dirección. Cuando Juan Pablo II vino por segunda vez a El Salvador en 1996 dijo que Rivera “entró en la eternidad después de haber visto despuntar en el horizonte la paz por la que él, junto con los demás obispos de El Salvador, había trabajado incansablemente”. Murió el 26 de noviembre de 1994 debido a un infarto y actualmente está sepultado en la catedral metropolitana de San Salvador junto a monseñor Romero.

No dijo que era salesiano…

Así es, fue ordenado sacerdote con ese carisma el 19 de septiembre de 1953, precisamente en un país como el nuestro, El Salvador, con una numerosa población joven. Rivera y Damas vivió en profundidad el espíritu salesiano, aunque los caminos de la formación lo llevaron primero a prepararse como canonista – obtuvo el doctorado en Derecho Canónico en el Pontificio ateneo salesiano de Torino, Italia – y luego fue consagrado obispo el 30 de julio de 1960 y designado auxiliar del arzobispo de San Salvador Luis Chávez y González, un gran obispo con ideas conciliares. Fue él quien le confió la responsabilidad de la atención social de la Curia arquidiocesana que en los años ’60 abarcaba los departamentos de San Salvador, La Libertad, Cuscatlán y Chalatenango.

También fue obispo auxiliar de monseñor Romero…

Durante siete meses, antes que lo nombraran en la diócesis de Santiago de María, en la zona oriental del país. Ese tiempo se caracterizó por una gran amistad entre ambos.

¿Qué tipo de relación tenían?

Cuando la Conferencia Episcopal de El Salvador satanizó a monseñor Romero en los años ’80, Rivera y Damas, como un hermano, se identificó con su carisma y comprendió que era necesario vivir la responsabilidad episcopal con el estilo de Jesús y atender las necesidades de un pueblo que buscaba libertad de expresión, dignidad y justicia social. Se solidarizó con mons. Romero frente a la persecución que vivía el clero arquidiocesano y el 6 de agosto suscribieron juntos la Carta pastoral, que fue la primera para Rivera y Damas y la tercera del magisterio de monseñor Romero, donde afrontan el tema “Iglesia y organizaciones políticas populares”. No hay que olvidar que en los últimos años de su ministerio Rivera y Damas impulsó con fuerza el proceso de canonización de Romero, al que consideraba un verdadero mártir de la Iglesia.

Después de Romero santo, con toda probabilidad será el turno de que el padre Rutilio Grande reciba el título de beato…

Creo que es solo cuestión de tiempo, tal vez poco. El proceso diocesano ya terminó y como se sabe, todo está en manos de Roma.

También se habla de un nutrido grupo de 500 asesinatos, todos por la fe…

En la última carta pastoral del actual arzobispo de San Salvador, José Luis Escobar Alas, se enumeran 24 nombres de posibles mártires. Pero creo que es conservador hablar de 500; lamentablemente, mi país siempre fue martirizado de un modo u otro.

También están los jesuitas de la Universidad Católica que fueron asesinados cuando Rivera y Damas era arzobispo de San Salvador…

Si, fue en 1989, en el campus de la UCA, por un escuadrón de las Fuerzas armadas de El Salvador. En esa masacre murió Ignacio Ellacuría, que era asesor y amigo personal de monseñor Rivera.

Pero en medio de todos estos candidatos a beatos y santos no se habla de Rivera y Damas…

Ahora, con la canonización de Romero en el horizonte, merecería un Nobel de la Paz post-mortem, porque si hay alguien que ha luchado por la paz en nuestro país, ha sido él. Fue mediador en el intercambio de personas capturadas por los cuerpos de seguridad y del ejército y salvó muchas vidas arrancando secuestrados a la guerrilla, sin tomar en cuenta el riesgo que corría su propia vida. Recibió muchas amenazas de muerte, pero siguió adelante sin dudarlo, hasta que Dios le regaló la muerte de un siervo fiel.

Si tuviera que preparar lo que en términos eclesiásticos se llama “positio”, el informe que acompaña un pedido de beatificación, ¿por dónde comenzaría en el caso de Rivera y Damas? ¿Cuáles serían, por así decirlo, sus virtudes heroicas?

Sin duda haber trabajado por la paz en un tiempo sumamente difícil, haber buscado el acercamiento entre las partes de una sociedad injusta y de doble moral llevando adelante acciones concretas con este objetivo. Cuando se firmaron los acuerdos de paz el 16 de enero de 1992, propuso programas de reconciliación en una sociedad profundamente  herida; lamentablemente los políticos de profesión no lo apoyaron con la convicción que se requería en aquel momento, y también una parte de la Iglesia lo dejó solo en ese camino.

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