SAN ROMERO ENTRE PABLO VI Y FRANCISCO. El primero era para él “el corazón palpitante de la Iglesia”, el segundo lo hizo santo. “Hoy viviría los ataques contra el Papa Francisco con el mismo dolor que vivió los que recibía Pablo VI”

La habitación de Romero con fotografías de Pablo VI sobre la mesa de luz y en la pared (Foto del autor)
La habitación de Romero con fotografías de Pablo VI sobre la mesa de luz y en la pared (Foto del autor)

Un pedacito de El Salvador está saliendo del país, en pequeños enjambres, desde el aeropuerto internacional Monseñor Romero con destino a Roma. Son los que necesariamente deben estar presentes en la canonización del beato Romero: los obispos, el cardenal Rosa Chávez, algunos representantes del gobierno, los familiares vivos de la rama materna de doña Guadalupe Galdámez y de la paterna de don Santos Romero. Y también hay muchísimos otros que pueden darse el lujo de pagar un viaje intercontinental y aún aquellos que no podrían, pero han decidido invertir todos sus ahorros para participar personalmente en un momento que, sin ninguna duda, es histórico para El Salvador. Cinco mil compatriotas, afirma el cardenal Gregorio Rosa Chávez, más otros dos mil que vendrán desde distintos puntos del mundo donde este pueblo de migrantes se ha radicado a lo largo de los difíciles años de la guerra civil. Pero hay otra parte del pueblo, mucho más numerosa que los viajeros, que se dispone a participar en una peregrinación dentro de su mismo país durante la noche entre el sábado y el domingo, para acompañar la ceremonia romana, desde la plaza Salvador del Mundo hasta el lugar donde se encuentran los restos de Romero, en el subsuelo de la catedral metropolitana de San Salvador. Un recorrido de cuatro kilómetros aproximadamente que pasa junto a la pequeña capilla del hospital de la Divina Providencia donde vivía Romero y donde fue asesinado una calurosa tarde de 38 años atrás, mientras celebraba misa por el primer aniversario del fallecimiento de Sara Meardi de Pinto, la madre de un amigo que dirigía un diario salvadoreño.

No ha cambiado mucho desde aquel 24 de marzo la pequeña capilla junto al hospital para enfermos terminales de cáncer dedicado a la Divina Providencia. A la izquierda del altar está la misma descolorida imagen de la Virgen de Guadalupe que había en aquel momento y la fachada del edificio se ha pintado conservando el primitivo color blanco sucio. La única diferencia es una rampa para discapacitados que llega hasta la entrada, porque son muchos los minusválidos que visitan el “área martirial”, como se denominan los pocos metros cuadrados junto al altar que pronto serán acordonados. La calle que pasa frente a la puerta de la capilla, los vecinos la llaman “calle del hospitalito”, y continúa hasta el estacionamiento del hospital está limpia y embaldosada con un material antideslizante que en aquel momento no existía. El hospital y la capilla son prácticamente una sola cosa, separados solo por plantas con flores de colores intensos que sin duda no hacen pensar en la escena de un asesinato atroz, con oscuros sicarios ocultos en las sombras. En cambio parece ver el Volkswagen Passat que rueda junto a la capilla, estaciona al frente del hospital, retrocede y se detiene al costado de la calle, justo delante de la puerta abierta; baja la ventanilla y por ella asoma unos centímetros el delgado cañón de un fusil de alta precisión, el disparo, el pequeño proyectil calibre 22 que recorre los treinta metros y diez centímetros de distancia para penetrar en el tórax del celebrante mientras extiende el corporal sobre el altar, poco antes de comenzar la consagración de las hostias. La madre Luz Isabel Cueva, una religiosa mexicana muy cercana a Romero que asistía a los enfermos terminales en el hospital, recordó así aquellos momentos: “Se oyó el estruendo de una bomba, no sé por qué. Yo vi como una nube blanca que le cubrió el rostro. Monseñor se agarró del mantel y lo jaló, y se dio vuelta el copón y se dispersaron las hostias sin consagrar. En ese momento cayó monseñor boca arriba, a los pies del Cristo”. El auto con el pistolero y el conductor arranca de nuevo y pasa delante de la casa de Romero, toma por Avenida del Rocío, dobla en la Avenida Toluca y desaparece en el tráfico de la capital salvadoreña.

La casa donde vivía monseñor Romero está a unos sesenta metros de la capilla donde celebraba. Las monjas carmelitas empezaron a construirla poco antes de que Romero, recién nombrado arzobispo, se negara a vivir en el palacio arzobispal, como un Papa Francisco anticipado. Mientras la estaban construyendo, dormía en una pequeña habitación detrás del altar de la capilla en la que celebraba misa para las hermanas y en la que fue asesinado. Cruzando el portón de entrada todavía se puede ver el Toyota Corona que solía usar y una pared tapizada de exvotos que hace mucho tiempo ya no tiene un centímetro libre para poner otros.

Dentro de la casa, en una vitrina, está colgada la camisa gris, perforada por un pequeño orificio en el bolsillo izquierdo, que vestía el día de su muerte. Un puntito milimétrico rodeado por una gran mancha de sangre seca donde penetró el proyectil que se desintegró dentro del cuerpo, ahogando a la víctima con su propia sangre. Pero lo que más impresiona, por su austeridad, es la habitación de Romero: no más de dos metros cuadrados, un pequeño escritorio donde hay una pequeña reproducción en yeso de La Piedad, la máquina de escribir mecánica IBM, una grabadora Bigston para cassettes con micrófono incorporado, donde registraba su diario, costumbre que siguió toda la vida y solo interrumpió un disparo. Una sola foto sobre la mesa de luz, un retrato clásico de Pablo VI de 10 por 15 cm, y colgado de la pared, un portarretratos de vidrio común con nueve fotografías, todas de Romero con “su” Papa.

Unidos en la vida y en la muerte. Unidos en la santidad que un Papa latinoamericano proclamará el domingo a la mañana. Y unidos por el martirio, como dirá el postulador de Romero, el obispo italiano Vincenzo Paglia. Esa comparación también la comparte el jesuita Bartolomeo Sorge, porque “uno dio la vida por la Iglesia promoviendo el Concilio Vaticano II a pesar de las críticas, las ofensas y los ataques contra su persona; el otro, amando a Pablo VI y la ruta por la cual quería encaminar a la Iglesia”. Y de martirio, como se recordará, habló también el Papa actual a los integrantes de la peregrinación proveniente de El Salvador para agradecer la beatificación de Romero, el 30 de octubre de 2015: “El martirio de Mons. Romero no fue puntual en el momento de su muerte, fue un martirio-testimonio, sufrimiento anterior, persecución anterior, hasta su muerte. Pero también posterior, porque una vez muerto –yo era sacerdote joven y fui testigo de eso– fue difamado, calumniado, ensuciado, o sea que su martirio se continuó incluso por hermanos suyos en el sacerdocio y en el episcopado”.

La relación de Romero con Pablo VI tiene una extraordinaria importancia en la vida del santo salvadoreño. Fue para él una fuente de inspiración en los años de su juventud, consuelo en los momentos difíciles y defensa contra los ataques. “Entre ellos hubo una relación de maestro-alumno” dice el padre Rafael Urrutia, quien trabajó toda su vida por el resultado al que se ha llegado hoy, con un Papa latinoamericano. “Romero se había aficionado mucho a las enseñanzas de Pablo VI, quien lo elevó al episcopado como obispo de Santiago de María, luego auxiliar y finalmente arzobispo de San Salvador”. Urrutia considera que no se puede comprender a Romero sin “las tres devociones principales que nutrían su fecundo ministerio: el Santísimo Sacramento, la Santísima Virgen María y la Iglesia, la que concretaba en la persona del Papa”. Su lema episcopal Sentir con la Iglesia se traducía para Romero en un “sentir con el Papa”. “Más tarde añadirá en su vida arzobispal una cuarta devoción al Sagrado Corazón, a quien le había consagrado toda su vida, consagración que renovada cada mes”.

Urrutia es párroco de una populosa parroquia que hoy lleva el nombre de Romero. Allí guarda archivos importantes que han sido fundamentales para la causa de canonización. Elije algunas hojas de un grueso libro que reúne todas las homilías pronunciadas por Romero. «El 2 de julio de 1978, Monseñor Romero retomó su habitual predicación dominical, después de un viaje que debió realizar a Roma para aclarar al Papa Pablo VI “algunos malos entendidos surgidos de informaciones falsas o interesadas”» explica Urrutia. «Monseñor disfrutaba mucho pasar unos días en Roma junto al sucesor de Pedro, eso le daba la oportunidad de sentir con la Iglesia y vivir la comunión con el Romano Pontífice muy de cerca, “porque allá donde ya saben cómo amo y soy solidario de la Sede del Sucesor de Pedro, no podrían dudar de mi fidelidad al Papa” comentaba con sus amigos». En Roma tuvo un encuentro reconfortante con Pablo VI. «Cuando volvió a su patria, en la celebración de ese día habló a su pueblo de la experiencia vivida en Roma como una vuelta al corazón de la Iglesia, a nutrirse de la sangre misma de la Iglesia personificada por Pablo VI. Urrutia lee: “Cuando yo veía circular junto a la tumba de San Pedro o junto a la cátedra del Papa peregrinaciones llegadas de todas partes del mundo, me parecía algo así como el torrente sanguíneo de la humanidad que pasa por el corazón para oxigenar después a toda la Iglesia. Porque eso es el Papa: ¡El corazón de la Iglesia!”». Las nueve fotografías de aquel día en Roma con Pablo VI son las que cuelgan en la minúscula habitación donde vivió Romero los últimos años.

Preguntamos a Urrutia si imagina cómo se comportaría hoy Romero frente a los ataques contra el Papa Francisco, el último de los cuales provino de un colaborador muy cercano, el ex nuncio en Washington Carlo María Viganò. “Seguramente lo hubieran hecho sufrir, lo hubiera sentido como un ataque a toda la Iglesia, y nos hubiera puesto a todos de rodillas para rezar por el Papa”.

Pablo VI y monseñor Romero se vieron por última vez el 21 de junio de 1978, un mes y medio antes de la muerte de Montini. En su diario, Romero recordará aquel encuentro con particular afecto. Cuenta que el Papa fue con él “cordial, generoso, la emoción de aquel momento no me permite recordar palabra por palabra”. Montini le dijo que sabía lo difícil que era su trabajo, “que puede no ser comprendido, necesita tener mucha paciencia y mucha fortaleza”. Y las palabras de aliento al final, que fueron tan importantes para Romero: “Ya sé que no todos piensan como usted en su país, (…) proceda con ánimo, con paciencia, con fuerza, con esperanza”.

Al año siguiente Romero volvió a Roma. Estuvo con Juan Pablo II y después fue a rezar a la tumba de “su” Papa para recibir ese consuelo que probablemente no había recibido. “Me ha impresionado, más que todas las tumbas, la sencillez de la tumba del Papa Pablo VI”, le confesó al viejo grabador Bigstone. “Sentí especial emoción al orar junto a la tumba de Pablo VI, de quien estuve recordando tantas cosas de sus diálogos conmigo, en las visitas que tuve el honor y la dicha de ser admitido a su presencia privada”. El diálogo sigue ahora, entre dos santos.

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