12 DE OCTUBRE. NACE LA AMÉRICA MODERNA. Derechos de los pueblos, liberación, democracia, integrismos y pobreza en la reflexión del filósofo uruguayo Methol Ferré

Monumento al dominico español Francisco de Vitoria
Monumento al dominico español Francisco de Vitoria

METHOL FERRÉ: Hay un pensamiento que se remonta al momento generativo de América Latina en cuanto sujeto histórico autoconsciente y al que ya nos hemos referido: es la gran discusión sobre la evangelización de los indígenas que se desarrolló en la primera mitad del siglo XVI. Fue un debate áspero, muy intenso, que involucró a las mentes más brillantes de la época. Los teólogos que intervinieron eran casi todos españoles, pero las consecuencias de la controversia fueron decisivas para el Nuevo Mundo. Puede ser considerada, con justicia, una de las reflexiones fundantes de la Iglesia latinoamericana, que han fijado el rumbo y establecido la dirección futura del catolicismo en estas tierras.

La discusión fue tan intensa y prolongada que del siglo XVI pasó al siglo siguiente. Gracias a ella, los indios de las tierras descubiertas y conquistadas fueron considerados, finalmente, libres vasallos de la corona española en el territorio del Nuevo Mundo. Que después, en la práctica, este principio fuera contradicho en mayor o menor medida, en un lugar de las Indias o en otro, o que los misioneros tuvieran que denunciar los abusos de conquistadores y colonos que obraban a su antojo aprovechando la distancia con la madre patria, no invalida el hecho de que este debate haya inspirado una legislación indígena muy avanzada en el plano de los derechos humanos.

El debate al que me refiero fue un momento privilegiado, propulsor del proceso de gestación de los derechos humanos en América Latina, que confluirá luego en la formación del pensamiento jurídico europeo. Las llamadas Leyes de Indias serán expresión de la segunda escolástica renacentista y barroca que va desde Vitoria hasta Suárez, y que comprende tanto el comienzo de la globalización mundial, con el derecho de gentes, como la respuesta del Concilio de Trento al desafío de la reforma protestante.

Un iluminista contemporáneo honesto como Jürgen Habermas reconoce esto, discutiéndolo precisamente con Ratzinger. En un momento del diálogo que los dos intelectuales mantuvieron en Munich, a principios de 2004, Habermas habla del liberalismo político y de los fundamentos normativos del estado democrático, observando que «La historia de la teología cristiana en el Medioevo, especialmente la tardía escolástica española, se encuadra ciertamente en la genealogía de los derechos humanos». Y en efecto es así. En la escolástica de Vitoria se moldea el primer derecho de los pueblos descubiertos. Ratzinger le responde hablando de la gestación de la idea de derecho natural, ubicándola en el momento en que el mundo europeo-cristiano traspasa las propias fronteras y se lanza al descubrimiento de América. «En ese momento -dice- se entró en contacto con pueblos ajenos al entramado de la fe y el derecho cristianos, que habían sido hasta entonces el origen y el modelo de la ley para todos. No había nada en común con esos pueblos en el terreno jurídico. Pero ¿significaba eso -se pregunta Ratzinger- que carecían de leyes, como algunos afirmaron, o bien había que postular la existencia de un derecho que, situado por encima de todos los sistemas jurídicos, vinculara y guiara a los seres humanos cuando entran en contacto diferentes culturas? Frente a esta situación -sostiene Ratzinger en la discusión- Francisco de Vitoria dio nombre a una idea que ya estaba flotando en el ambiente: la del “jus gentium” (literalmente, el derecho de los pueblos), donde la palabra gentes se asocia, sobre todo, a la idea de paganos, de no cristianos. Se trata de una concepción del derecho como algo previo a la concreción cristiana del mismo, que debe regular la correcta relación entre todos los pueblos».

Habermas, que representa la más alta tradición iluminista en el mundo contemporáneo, reconoce la importancia del derecho natural en la definición de los derechos humanos y en la gestación de la democracia, y por lo tanto legitima una posible concordia con la tradición cristiana.

Hubo diferentes momentos de debate en el curso de la historia moderna de América Latina, más bien bajo el signo de una asimilación de adquisiciones y etapas del pensamiento propio de las Iglesias europeas, pero realizando siempre una apropiación desde el interior del espacio cultural latinoamericano. Luego llegamos a la época del anticlericalismo del siglo XIX, e inmediatamente después a la influencia benéfica de Maritain en la vida intelectual latinoamericana, fundamentalmente a partir de “Humanismo integral”, de 1936, que implicó una polémica intensa con sectores integristas y conservadores latinoamericanos. Los católicos de América Latina advirtieron la nueva situación, reconocieron las virtudes del estado liberal que se había afirmado en todas partes y comenzaron a plantear la cuestión de la libertad religiosa en términos finalmente nuevos y maduros, ya no reactivos sino asuntivos.

Maritain y las democracias cristianas que se inspiraron en él, establecieron las condiciones para que se comprendiera y se asumiera, también en América Latina, la Declaración sobre libertad religiosa que hace el Vaticano II. Desde este punto de vista el Concilio se puede considerar el resultado de una tercera escolástica, que involucra pensadores como Przywara, Maritain, Rahner, Balthasar, Lonergan y otros de origen no tomista como Blondel, Guardini, Guitton y el mismo Ratzinger. El debate Ratzinger-Habermas muestra el avance del diálogo y las posibilidades de encuentro entre el mejor pensamiento católico y el mejor pensamiento laico-iluminista.

En la visión de estos dos exponentes, el estado liberal democrático pasa a ser un ámbito de vínculos, de legitimaciones, de reconocimientos, de garantías para todos. Habermas puede muy bien decir que «en las sociedades pluralistas dotadas de una constitución liberal, el concepto de tolerancia obliga a los creyentes a comprender, en su relación con los no creyentes o con creyentes de otras religiones, que deben contar razonablemente con el desacuerdo persistente de aquellos; pero, por otro lado, en el marco de una cultura política liberal,  los no creyentes también se esfuerzan por asumir esta misma posibilidad en su relación con los creyentes». Argumentos a los que Ratzinger puede responder que, citando a Kart Hubner, «es necesario liberarse de la idea enormemente falsa de que la fe ya no tiene nada que decir a los hombres de hoy, porque contradice el concepto humanista que ellos tienen de razón, de iluminismo y de libertad». Por el contrario, Ratzinger habla de «relación correlativa entre razón y fe, razón y religión, que están llamadas a depurarse y redimirse recíprocamente», necesitadas como son, la una de la otra.

La convergencia dialógica entre estos dos exponentes de relieve, que se alcanza y manifiesta en este momento, al principio de este nuevo siglo, sólo es posible gracias al Concilio Vaticano II.

Un inciso a partir de lo que ha dicho sobre Maritain y la polémica con el integrismo. ¿Usted ve cierto integrismo en América Latina?

Ya se ha dicho que el pensamiento latinoamericano fue por largo tiempo tributario y dependiente de Europa, tanto en el orden secular como en el religioso. Cuanto más culto era un intelectual, más estaba subordinado a lógicas de interpretación externas, incluso en lo que se refería a fenómenos latinoamericanos, como el integrismo.

¿Por qué llama integrismo a la subordinación?

No, la subordinación no es sinónimo de integrismo. Pero, lamentablemente, si en Europa se difundían corrientes integristas, aquí sucedía lo mismo, en el sentido de que, por ejemplo, las categorías de moderno y antimoderno también se usaban para interpretar la realidad en estos lejanos territorios. El antimodernismo latinoamericano consideraba la cristiandad europea como un modelo eterno de cristianismo, empujando en consecuencia a los católicos hacia reivindicaciones orientadas a la restauración de una cristiandad en vías de transformación y crisis. Hubo autores latinoamericanos que teorizaron la perpetuidad de las formas católico-europeas, contra la idea de que fuesen históricamente contingentes.

Los católicos integristas se proponían defender la independencia de la Iglesia respecto del Estado -que efectivamente estaba amenazada y restringida-, y terminaban defendiendo también formas de cristiandad obsoletas. Los anticlericales, a su vez, defendían un estado liberal omnipotente que heredaba la pretensión de someter a la Iglesia a la manera del absolutismo monárquico. Mucho de nuestra historia de fines del ochocientos e inicios del novecientos está marcado por el enfrentamiento de estos dos integrismos que se alimentaban recíprocamente en otras latitudes.

Hoy la cuestión es distinta: no necesariamente los fenómenos eclesiales que tienen el epicentro en un lugar geográfico se repiten en idénticos términos en la periferia. La periferia es más autoconsciente de ser periferia, más crítica.

Me parece que este razonamiento obliga a volver sobre algunos conceptos que se usaban mucho en un tiempo no muy remoto; me refiero a categorías como “progresista” y “conservador”. Parecían conceptos precisos, con un poder de definición exhaustivo. ¿Qué impresión tiene hoy de estos mismos conceptos?

«Progresistas versus conservadores» peca de tal generalidad que no sirve demasiado como categoría definitoria, salvo que se especifique, que se la haga operar con modalidades históricas reales.

¿Y en el ámbito eclesial? ¿Usted cree que hoy estas categorías todavía pueden servir para aclarar, para comprender?

Poco. En los tiempos del Concilio Vaticano II y en los años sucesivos designaban modos de afrontar la realidad que acentuaban elementos anteriores al Concilio en un caso y posteriores en el otro. Los conservadores frenaban, los progresistas exageraban y aceleraban las novedades. Para que las dos categorías que usted señala puedan conservar alguna validez deben ser reconstituidas y aplicadas a otras cosas. No sé, a la forma de evangelizar, por ejemplo.

Las características nuevas de la misión, como voluntad de presencia en los diferentes ambientes, como atención a las universidades, a las ciudades, tendrán el apoyo de algunos y serán resistidas por otros que sienten nostalgia de las formas anteriores. En fin, el binomio progresista-conservador puede tener alguna utilidad relevante en orden a los contenidos.

Hoy encuentro que los supuestos progresismos ostentan un énfasis que depende mucho de las interpretaciones sugeridas por el poder que ejerce la mayor hegemonía. Y aquí veo también la descomposición ideológica de la izquierda de la que ya hemos hablado.

Usted dice que tienen escaso valor explicativo. ¿Es decir que hoy más que invalidar estas categorías habría que reconstituirlas?

Y referirlas, para que puedan mantener cierto valor, al grado de comprensión de la misión de la Iglesia en las circunstancias históricas de América Latina que estamos discutiendo.

¿Considera que la reflexión sobre la liberación es el primer aporte específicamente latinoamericano?

La temática de la liberación repercute en distintos lugares geográficos a partir de la guerra mundial en Europa, contra el nazifascismo. Pertenece al lenguaje propio de la resistencia francesa. Después se apropió de esta palabra el gigantesco proceso de descolonización que siguió a la segunda guerra mundial, pasó a las luchas anti-francesas y anti-norteamericanas en Indochina y continuó en África, designando las luchas por la independencia de las colonias holandesas, francesas, inglesas, belgas y portuguesas.

Recuerdo que en 1955,  durante la asamblea donde se configuró el actual CELAM, se dictaron varias conferencias a los obispos participantes y una de ellas se titulaba “Eucaristía y liberación”. Ese mismo año apareció una original obra del jesuita francés de Finance, titulada “Existence et liberté”. Tiene capítulos enteros dedicados a los procesos de emancipación e intenta configurar una verdadera filosofía de la liberación. Este pensamiento tuvo mucha importancia en mi evolución intelectual y, de hecho, nunca dejé de visitar al padre de Finance en mis viajes a Roma.

¿Está hablando de una reflexión teológica que continúa en el  Concilio Vaticano II?

La liberación, de modo expreso, no fue tema del Concilio, solo se hacen algunas referencias y también la participación latinoamericana fue muy limitada.

Juan XXIII planteó la cuestión de los pobres al comienzo del Concilio. Recuerdo todavía su frase estentórea: «Frente a los países subdesarrollados, la Iglesia se presenta como es y quiere ser: la Iglesia de todos y, sobre todo, de los pobres». Hubo quien propuso -como el cardenal Lercaro- que el tema de los pobres se convirtiera en el hilo conductor del Concilio. La propuesta no prosperó, pero provocó y obtuvo grandes ecos. Por ejemplo, en Paul Gauthier, que en Palestina escribió un libro, “Los pobres, Jesús y la Iglesia”, publicado durante la primera sesión del Concilio. Sus reflexiones fueron acogidas muy favorablemente por la delegación de los obispos latinoamericanos, encabezada por el brasileño Helder Camara y el chileno Francisco Larraín, quienes en varias ocasiones se reunieron entre ellos y con el padre Gauthier.

Este último dictará varias conferencias a los padres conciliares de lengua española que serán recogidas luego en un volumen titulado «La pauvreté dans le monde». El libro fue publicado después del Concilio, en 1965, y tuvo gran repercusión en América Latina. Allí se anticipan temas fundamentales que después serán desarrollados, incluyendo la teología de la liberación con las distintas líneas que siguió este pensamiento.

Si entendí bien, esta reflexión sobre los pobres y la liberación da sus primeros pasos poco antes del Concilio, pasa por el Vaticano II y vuelve a América Latina con más fuerza.

Es interesante observar el camino que recorre. Montini, quien junto con el cardenal Suenens fue una de las voces autorizadas al establecer la lógica con la cual se debía estructurar el Concilio, cuando se convirtió en Pablo VI advirtió la necesidad de complementar ese gran documento conciliar que es la “Gaudium et Spes”. Me refiero a la encíclica “Populorum Progressio” – de 1966 – con la cual siendo ya Papa retoma el tema de la pobreza, del Tercer Mundo y de los países subdesarrollados y en vía de desarrollo, en la reflexión eclesial.

Entonces considera a Pablo VI como un punto fuerte a lo largo de esa línea que usted llama “tradición teológica latinoamericana”.

Es quien lleva de la mano a la Iglesia latinoamericana en la asimilación del Concilio. Con la “Populorum Progressio” Pablo VI abre el Concilio a América Latina.

En el discurso inaugural de la Conferencia de Medellín, Pablo VI citará varios textos escritos en América Latina; los cita detalladamente, poniéndolos al lado de su propia encíclica, dándoles casi un valor análogo. Son textos de los episcopados boliviano, brasileño, chileno y mexicano, cuya lectura el Papa recomienda, junto con la “Populorum progressio”. Estos textos se centran en el tema de la pobreza y de la liberación.

En esta ocasión, hablando a toda la Iglesia latinoamericana reunida en Colombia, el Papa destaca y confirma el «esfuerzo honesto orientado a promover la renovación y la promoción de los pobres y de quienes viven en condiciones de inferioridad humana y social». Sin recurrir a la violencia revolucionaria. Lo dirá con estas palabras inolvidables: «Ni el odio ni la violencia son la fuerza de nuestra caridad».

Esta exhortación costó muy caro al Papa y a la Iglesia, porque una multitud de jóvenes católicos ya había tomado el camino de la guerrilla. Todavía hoy me duele pensar en tantos muchachos que conocí, peruanos, mexicanos, chilenos, uruguayos, argentinos, que murieron o que arruinaron sus vidas. Fue un testimonio verdaderamente heroico el de Pablo VI que – es justo decirlo – fue quien acercó el Concilio a América Latina, retomando con convicción los acentos sobre la pobreza y la liberación propios de la reflexión de la Iglesia latinoamericana y apenas aludidos en el Vaticano II.

Pablo VI juzgó que era importante, en el marco de la “Gaudium et spes”, ampliar la cuestión social. Luego, ya en los años ‘70, en pleno surgimiento de la temática de pobres y liberación, la “Evangelii nuntiandi” completará la asimilación del Concilio en su conjunto. Esta Constitución apostólica tuvo el rol de unificar íntimamente, en Puebla -la Conferencia que sucedió a Medellín- los dos textos fundamentales del Vaticano II: “Lumen Gentium” y “Gaudium et spes”. En cierta forma la “Evangelii nuntiandi” fue un resumen sintético y simple que contribuyó a la difusión del Concilio entre nosotros. A partir de ese momento, toda la Iglesia de América Latina hará suya la opción preferencial por los pobres y la liberación.

En un cierto punto de nuestro diálogo, usted realizó la siguiente afirmación: “Considero que por fin resulta posible relacionar íntimamente la evangelización del núcleo universitario de la sociedad moderna con la opción preferencial por los pobres…».

…Pero no de forma extrínseca, tomando los principales elementos de una cultura que se genera fuera de un principio cristiano totalizante y superponiéndolos ipso facto a una condición de subdesarrollo, o elevando el subdesarrollo, así como es, a principio de cultura, porque el resultado es igualmente insatisfactorio. En los años ‘70 ocurrió más o menos de esa forma.

Iglesia-universidad-pobres deben colocarse en una línea de continuidad, considerando que el trabajo, incluso el manual, es cada vez más “pensamiento”.  La idea cristiana del trabajo lleva a intervenir en la realidad tal como es, modificándola a la luz de la imagen ideal que deriva del ser partícipes de la creación. Y esta es una cuestión de conciencia, es decir de cultura. Y por lo tanto, de educación.

Usted ha dicho que «la Iglesia latinoamericana, más que cualquier otro sujeto, tiene la posibilidad de retomar este vínculo en términos nuevos». ¿A qué se refiere al hablar de términos nuevos?

Con la conciencia del momento histórico que América Latina está viviendo. Yo creo que en los próximos veinte años se juega la posibilidad histórica de superar la actual condición de subdesarrollo del continente. Y esta posibilidad va unida, en gran medida al proceso de integración, si éste se realiza o no en sus exigencias fundamentales. Para superar el subdesarrollo, el horizonte y las energías deben unificarse.

De: Alberto Methol Ferré-Alver Metalli, El Papa y el Filósofo, Editorial Biblos, Buenos Aires 2013. Edición anterior: La América Latina del siglo XXI, Edhasa, Buenos Aires 2006

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