Los pocos cubanos que leen el diario del partido, Gramna, esta mañana encontraron en primera página el anuncio de que el parlamento aprobará en las próximas horas una ley que establece fuertes exenciones impositivas para las empresas extranjeras que inviertan en Cuba. La noticia, naturalmente, no está destinada a ellos sino al continente americano, norte y sur, y a Europa. Una fuerte señal en línea con las reformas económicas –más veloces que las políticas- que el gobierno de Raúl Castro está introduciendo en la isla. El paquete de leyes que desfiscalizan las inversiones extranjeras está casi listo. La única excepción –por el momento- son los dos sectores estratégicos del sistema, salud y educación, y, por obvias razones de seguridad nacional, el de las fuerzas armadas.
La nueva legislación–anticipa Juventud Rebelde – se propone “ofrecer incentivos a la inversión extranjera y asegurar que la atracción del capital foráneo contribuya eficazmente al desarrollo económico del país”. Palabras que podría suscribir cualquier gobierno de la región en busca de inversiones y que la Iglesia cubana –verdadero motor de las aperturas de los últimos años- apoya en forma explícita.
Concretamente, la inminente normativa reduce un 50 por ciento el impuesto a las ganancias de las sociedades extranjeras y ofrece exenciones tributarias por un período de 8 años a los inversores extranjeros. Una vez terminado el período de gracia, las sociedades mixtas (extranjeras asociadas con compañías cubanas) pagarán un 15 por ciento menos de las tasas previstas para los beneficios netos obtenidos. No tendrán acceso a estos beneficios las sociedades que inviertan en la explotación de recursos naturales –relacionados con el petróleo y el níquel-, para las cuales podría aumentar la presión fiscal hasta un 22,5%. La nueva ley reduce además los costos bancarios y permite a los inversores extranjeros importar o exportar productos en forma directa, cosa que hasta el momento estaba reservada exclusivamente al estado cubano.
La reforma también hace un guiño a los cubanos de la diáspora, a los que siempre se mantuvo alejados de la posibilidad de realizar operaciones económicas de relieve en la tierra que dejaron o fueron obligados a abandonar. En cuanto a los residentes en Estados Unidos, deberán esperar que las autoridades de ese país modifiquen, al menos parcialmente, las reglas del embargo que prohibe a los cubanos residentes realizar transacciones económicas con Cuba.
Paralelamenta a las conspicuas exenciones fiscales, el gobierno cubano asegura a los inversores plena protección y seguridad jurídica, respondiendo de esa manera a una preocupación que reiteradamente se ha manifestado en el ambiente católico. “Sus inversiones, por ejemplo, no podrán ser expropiadas, salvo por motivos de utilidad pública o interés social”, asegura Juventud Rebelde. E incluso en ese caso, se haría según “los tratados internacionales (?) y con la debida indemnización, establecida por mutuo acuerdo”. Resulta claro el eco de los años ’60, cuando Fidel Castro nacionalizó todas las propiedades e inversiones extranjeras para establecer el socialismo como modelo político en la isla.
Con las nuevas normas destinadas a atraer capital, el gobierno apunta a aumentar las exportaciones y sustituir las importaciones a fin de reducirlas en la mayor medida posible, sobre todo en el sector energético y alimentario. Hace ya tiempo que se habla en Cuba de una reforma fiscal que abra la isla a las inversiones extranjeras y probablemente la decisión de acelerar el proceso no es extraña a lo que está ocurriendo en Venezuela. La economía cubana depende de manera significativa del suministro de petróleo en condiciones favorables que inauguró Chávez. Su tambaleante sucesor, Nicolás Maduro, continúa proporcionando subsidios por unos 10.000 millones de dólares anuales. Pero es difícil saber cuánto va a durar esta situación y los cubanos se preparan para sobrevivir de la mejor manera posible ante una nueva emergencia.

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