La pequeña nube de humo que sale de la boca de Juan Manuel parece la señal de largada de una carrera automovilística. Hace apenas unas horas que Uruguay dio oficialmente comienzo al inédito experimento de la marihuana legal. Y Juan Manuel, propietario del primer establecimiento que comercializa cannabis en Montevideo, puede dedicarse con toda tranquilidad a fumar un porro, como se le dice en la jerga de estas latitudes a la hierba que estaba prohibida. La ley ya fue aprobada en diciembre de 2013, lo mismo que las correspondientes reglamentaciones para su aplicación, pero éstas son complejas. Regulan minuciosamente la producción, la venta y el consumo minorista de la marihuana. Y a partir de hoy, martes 6 de mayo, el experimento impulsado por el presidente José Mujica se encuentra al alcance de todos. Dentro de dos semanas el gobierno convocará a los que hayan manifestado la intención de cultivar cannabis –por escrito- y antes de fin de año la marihuana estará disponible en las farmacias, lo mismo que la aspirina o los preservativos. En cuanto a los consumidores, es suficiente ser mayor de edad, residente en el país y estar inscripto en un registro específico para poder comprar hasta 10 gramos semanales de cannabis, con un máximo de 40 gramos mensuales y a un precio controlado entre los 20 y 22 pesos -poco menos de un dólar u 80 centavos de euros.
El experimento uruguayo, una apuesta si se quiere, está siendo atentamente observado por muchos ojos. Como los del gobierno argentino, en la otra orilla del Río de la Plata, que debe hacer frente a un fenómeno de narcotráfico que ha crecido en forma exponencial en los últimos tiempos, pero también de otros países de América Latina donde el tema de la lucha contra el mercado negro de estupefacientes es una problemática incandescente y divide las fuerzas políticas. Y sin duda es objeto de especial vigilancia para la Iglesia, y la uruguaya en primer lugar.
Daniel Sturla, el nuevo arzobispo de Montevideo designado en febrero pasado por el Papa Francisco, ha sido menos taxativo que sus antecesores con respecto al espinoso tema. Cuando se conoció su nombramiento y le preguntaron sobre la inminente legalización de la marihuana, monseñor Sturla manifestó en primer lugar que es “un tema muy complejo”. “Por supuesto que la marihuana es una droga y es mala”, agregó a continuación. “Pero después de escuchar argumentos a favor y en contra, sinceramente, no tengo una opinión totalmente conformada”. Posteriormente precisó su afirmación. “Creo que los que promueven la ley tienen la buena intención de poner un freno al narcotráfico y de algún modo impedir que nuestros jóvenes den más pasos en la droga. Lo que se ha hecho hasta ahora no ha tenido mucho resultado. La ley que se aprobó tiene fallas pero entiendo que tenemos que buscar formas para salvar a los jóvenes de la droga”. Un paso más adelante –o atrás, según se mire- dio el prelado recientemente, cuando la ley ya había sido aprobada. “Tengo muchas dudas acerca de esta ley –declaró- pero tampoco tengo una posición contraria porque todavía me falta tener claridad sobre cómo vencer este flagelo de la droga, incluso la marihuana, porque las políticas que se han hecho hasta ahora han sido un fracaso”.
Lo interesante es que mientras el mundo mira a Uruguay, dividido entre los que apoyan la posibilidad de lograr resultados positivos y los que predicen un fracaso seguro del experimento en el control y retroceso del consumo de estupefacientes, los uruguayos ponen buena cara al mal tiempo. La última encuesta sobre el tema, antes de la ley que legaliza el consumo, daba como resultado un 60% contrario. Un sondeo de opinión más reciente publicado por el semanario nacional Búsqueda releva un 51% que prefiere mantener en vigencia la ley y no apoyaría la iniciativa de un referendo para derogarla.

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