El poder desgasta al que no lo tiene. Parecería que en América Latina conocen muy bien el viejo dicho de Andreotti: desde Perón y su famosa esposa, Evita, hasta los hermanos Castro en Cuba, la historia del continente está llena de dinastías que se sucedieron en el poder y siguen haciéndolo. Y siempre hay un objetivo noble que sustenta la perseverante aspiración: no lo hacen por ellos mismos, sino por su pueblo.
El ejemplo más reciente es Ecuador. Justamente en estos días se está debatiendo una modificación constitucional que permita la reelección sin límites de todos los cargos electivos, entre los cuales se encuentra –ni qué decirlo- el de Presidente. ¿Quién es el promotor de la iniciativa? Él, el actual presidente Correa, que por otra parte ya se encuentra en el tercer mandato. ¿Una trampa astuta para conservar el puesto? No, en absoluto. Correa advirtió que a su país le esperan “tiempos duros” porque se está gestando una “revolución conservadora” que puede amenazar los logros alcanzados por su administración. Necesidad histórica, deber, responsabilidad ante el pueblo, sacrificio: “me veo obligado a reconsiderar la sincera decisión de presentarme como candidato, porque tengo la responsabilidad de garantizar que este proceso sea irreversible”, fueron sus palabras.
Para Correa no es una novedad este tipo de replanteos. Ya en 2009 se lamentaba de que estaba “exhausto”, pero en 2012 volvió a presentarse a las elecciones, garantizando que sería la última vez.
La decisión está en manos de la Corte Constitucional, que debe determinar con qué modalidades se modificará la Carta Magna, con una votación del Parlamento (donde Correa cuenta con 100 de las 130 bancas) o bien por medio de un referendum popular.
Pero la mayoría de las veces, el poder es un asunto de pareja.
En Argentina, Cristina Fernández de Kirchner tomó en 2007 el puesto de su marido Néstor, en un clásico ejemplo de sucesión matrimonial. Y probablemente solo la prematura muerte de éste impidió un nuevo relevo.
En Nicaragua, donde la dinastía Somoza gobernó desde 1934 hasta 1979, el actual presidente Daniel Ortega, en el poder desde hace 12 años, comparte diariamente con su esposa Rosalía Murillo los temas más importantes de la Nación.
Una suerte parecida le ha tocado a los peruanos. Según todos los observadores y la oposición, el presidente Humala está confiriendo a su mujer Nadine un rol cada vez más importante en amplios sectores de su gobierno.
Incluso el insospechable presidente uruguayo José Mujica, famoso por ser el Jefe de Estado más pobre del mundo, propuso como candidata a vicepresidente a su compañera de mil batallas y de cárcel durante la dictadura militar, su esposa y senadora Lucía Topolanski.
Pero Mujica debería prestar atención, porque no siempre estos intentos logran buenos resultados. En efecto, los electores todavía tienen la última palabra.
En Panamá, por ejemplo, la práctica política de retener el poder a través de la sucesión conyugal no ha funcionado. El presidente saliente, Ricardo Martinelli, seguro del triunfo de su delfín, había impuesto a su esposa como vicepresidente. Decisión que los electores bocharon sonoramente en las urnas.
En Honduras, después del golpe de Estado contra Manuel Zelaya en 2009, la esposa Xiomara Castro ingresó al ruedo político encabezando las protestas que exigían el regreso de su marido al poder. En 2013 su nueva actividad culminó en una candidatura a la presidencia. Acudía a todas partes acompañada por su esposo, presentándolo como su mejor consejero. Esposo que por otro lado recibía muchos más aplausos que ella. La derrota fue inevitable: probablemente los hondureños seguían prefiriendo el original.
Por último, el caso más increíble es el de Guatemala. Tras diez años de matrimonio la pareja presidencial obtuvo el divorcio. Pero no por desencuentros familiares insalvables. La razón, mucho más prosaica, era esquivar la prohibición constitucional de presentar como candidatos a los familiares del presidente en el cargo. Una solución que estaba dando vueltas desde hace tiempo y que, indignada, la pareja había rechazado varias veces como “inmoral”. Hasta que el noble deseo de dar continuidad a las políticas sociales implementadas había prevalecido. La que salió al cruce en este caso fue la Corte Constitucional, que lo calificó de fraude contra la ley.

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