FRANCISCA, LA MULA. Es una de las 44 mujeres extranjeras que cumplen una condena en México. “¿Cómo voy a negar que llevaba la droga en el estómago?”

Una reclusa camina delante de un mural. Foto: Héctor Téllez
Una reclusa camina delante de un mural. Foto: Héctor Téllez

La Maria de la premiada película “María llena eres de gracia” de 2003 se ve obligada a introducir cocaína en Estados Unidos llevándola dentro de su propio estómago. Pero consigue evitar la cárcel. Francisca no. No pudo lograrlo. Venezolana, madre de tres hijos, está terminando de cumplir la pena de diez años de cárcel a la que fue condenada en 2005 por introducir en México, ocultas en su estómago, 80 cápsulas de heroína.

Ella es solo una de las 2.600 mujeres, aproximadamente, detenidas en las cárceles de la capital mexicana, de las cuales 241 –un considerable 12%- están relacionadas con la droga. Las extranjeras como Francisca son 44, siete de ellas por estupefacientes.

Francisca cuenta que se transformó en mula de la droga a pesar suyo. No necesitaba dinero, vivía tranquila con sus hijos. Hasta que un maldito día del año 2005 se le acercaron dos hombres. Amenazaron con matar a su hermano por no pagar la droga que consumía. Francisca negocia la vida del hermano a cambio de viajar a México con 80 cápsulas de heroína en el estómago.

Apenas aterrizó el avión, la detuvieron los agentes mexicanos. “Ellos sabían que transportaba droga, porque inmediatamente me separaron del resto de los pasajeros”, cuenta al semanario mexicano Milenio. Después pasó cinco días en el hospital, le hicieron ocho radiografías para localizar las cápsulas e intentaron un lavaje gástrico que ella se negó a aceptar –antes de partir los traficantes le habían advertido que podía ser fatal. Finalmente debió ingerir varios litros de agua para expulsarlas naturalmente. Dos meses después la condenaron a 10 años de cárcel (durante los cuales tuvo un hijo), que se cumplirán a fin de año.

Hay un tono de fatalidad en su relato, casi de resignación: “Me juzgaron muy rápido, me dijeron que debía asumir mis responsabilidades. Después de todo, yo llevaba la droga, ¿cómo podía negar la evidencia?”, admite. Ni siquiera la posterior burla de un sacrificio inútil (su hermano murió poco después, víctima de un ajuste de cuentas) la hizo ceder al resentimiento: “Era consciente de los riesgos, pero no quería que lo mataran”.

Sin embargo, curiosamente, en esta historia hay una especie de final feliz. Cuando salga de la prisión estará esperándola un hombre que conoció uno de los días de visita, padre del hijo que tuvo hace dos años. Y ese día será como un segundo cumpleaños para el niño: el primer día de su vida fuera de la cárcel.

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