Mutatis mutandis, vuelven a la memoria algunas frases finales de Si esto es un hombre, de Primo Levi: “Yacíamos en un mundo de muertos y de larvas. La última huella de civismo había desaparecido alrededor de nosotros y dentro de nosotros. (…) no es hombre quien, perdido todo recato, comparte la cama con un cadáver”. Desde la provincia peruana del Callao, en un barrio no muy alejado de Lima, llega la enésima historia de pobreza y degradación. A lo largo de la costa del Pacífico se levantan mansiones principescas que miran hacia el horizonte azul del océano, pero muy cerca unas 2000 familias comparten la vida cotidiana con los muertos. Sus viviendas -construcciones precarias y destartaladas, en realidad- disputan un pedazo de tierra a los nichos y construcciones mortuorias de todo tipo. Hombres, mujeres y niños transcurren sus días en medio de las sepulturas del cementerio de Santa Rosa, construido en 1912 en el cerro La Regla.
Una normalidad anómala que apenas logra ocultar una bomba de tiempo. Es demasiado absurdo pretender que no va a detonar en algún momento, demasiado concreto el peligro para la salud pública y el riesgo constante de que se desarrollen focos de epidemia. Aldo Lama, Director regional de Salud del Callao, organismo que ya en 1998 ordenó el cierre del cementerio Santa Rosa, denunció en numerosas oportunidades los riesgos que supone para la salud y la seguridad de las personas. Sin embargo, durante diecisiete años nadie prestó atención a las ordenanzas. Los habitantes del asentamiento ya se han acostumbrado y para ellos no es ningún problema salir a comprar el pan, ir a la escuela o tomar el ómnibus para ir a trabajar moviéndose como equilibristas entre las tumbas. Han declarado que no sienten ningún miedo, aunque les molesta el olor nauseabundo que emanan los cadáveres y los mosquitos que invaden hasta las cocinas.
Para muchos de ellos el cementerio constituye la única forma de supervivencia, ya que venden los cuerpos de los muertos a las universidades; un comercio macabro lamentablemente alimentado por la extrema precariedad, cuando ya ni siquiera los basurales ofrecen nada para recolectar y vender. Para no hablar de lo que cuesta la sepultura en un cementerio particular, que va de los 3000 a los 5000 dólares. Pero lo más grave es la connivencia de las autoridades, que están perfectamente informadas de que en ese cementerio opera una supuesta empresa inmobiliaria llamada “Taboada” que cuenta con personal y vende nichos por 250 dólares.
La Dirección de Salud Ambiental del Ministerio de Salud ha identificado al menos 50 cementerios entre la capital y la provincia, de los cuales solo 18 cuentan con habilitación oficial. Tal vez algún día se puedan clausurar definitivamente los camposantos ilegales, pero será mucho más difícil restituir una digna normalidad a personas que han sido abandonadas a una dramática forma de degradación. Sigue siendo irreductible el dato de una condición de miseria que ha asumido características ontológicas y que parece pisotear incluso ese límite sagrado entre la vida y la muerte.