“¿Éxito” o “misión cumplida”? Mejor la segunda idea. Porque hace tres días, cuando el Papa Francisco escuchó que Raúl Castro le decía en el aeropuerto de Santigo de Cuba “Nos vemos Santo Padre”, imaginamos que habrá pensado, precisamente, “misión cumplida”. Y podemos agregar: cumplida en todo sentido. Había ido a Cuba porque quería renovar, alrededor de la Eucaristía, la fe de los católicos cubanos en Cristo y en el Evangelio. Quería renovar la profesión de fe común con fuerza y alegría, y sobre todo encarnándola en la vida cotidiana de cada católico y de ser posible de cada cubano. Quería acariciar el rostro de cada uno levantándolo hacia el futuro, mostrándole la tarea que hay por delante -¡muchísima y urgente!- y asegurándole que en este “proceso” (palabra que utilizó varias veces) está y siempre estará presente la Iglesia Católica cubana, lo mismo que en el pasado.
Las cosas están cambiando en Cuba, y seguirán cambiando; lo desea el pueblo, los gobernantes, las iglesias. No hay alternativas, o mejor dicho, no cambiar equivaldría a la muerte. Los mismos dirigentes del gobierno y del partido, los históricos y los jóvenes, son conscientes de eso. Saben que para defender las no pocas conquistas sociales, que en muchos sentidos hacen de Cuba una nación única en el hemisferio americano, solo hay un camino: cambiar, o como dice Granma, profundizar el “proceso de actualización de nuestro modelo económico y social”.
El Papa fue para encontrarse con los únicos verdaderos protagonistas de ese cambio: el pueblo cubano y el gobierno. Si falta una de estas realidades no habrá ningún cambio. Es urgente dialogar, discutir, encontrar soluciones consensuadas, derribar muros, desconfianzas y sospechas, sentirse todos parte del mismo proyecto: el bien común de la nación. El Papa Francisco, entonces, fue también para renovar las intuiciones y las esperanzas de Juan Pablo II y de Benedicto XVI quienes, a pesar de muchas opiniones contrarias, son los primeros que creyeron en esta reconciliación, porque pusieron su mirada de pastores en la humanidad del pueblo cubano, en la carne del Cristo sufriente, alejando las sirenas –fáciles, banales y autorreferenciales- de las ideologías, de las contraposiciones, de las venganzas y de la política barata.
Los Papas, junto con los obispos cubanos, comprendieron desde el principio que éste era el camino más difícil, pero el único duradero, verdadero y profundo. Y los tres pagaron muchas veces el duro precio de la crítica y de la incomprensión, incluso de no pocos católicos que no terminan de comprender y de vivir integralmente el mensaje evangélico, y a menudo se convierten en aliados involuntarios de los que no creen en ese mensaje.
Mucho se ha hablado y escrito sobre los disidentes y lo que en estas horas se escribe sobre por qué el Papa Francisco no se encontró con los disidentes. Quizás estos análisis no han comprendido que el Papa se encontró con el pueblo cubano, dentro del cual hay muchos que son disidentes, pero que trabajan para lograr resultados en el proceso y no por un minuto de gloria mediática. Sin duda aquellos disidentes merecen respeto, pero no son la fuerza con la cual se pueden cambiar las cosas, mejorando lo que hay que mejorar y sin perder ni un milímetro de lo conquistado con tantos sacrificios y sufrimientos.
Y además se me permita un comentario: ¿por qué el Papa debería decir o hacer lo que desean los periodistas, los expertos y los comentaristas, sean de izquierda, de derecha o del centro, católicos, comunistas o socialdemócratas? Se puede criticar al Papa y la crítica, respetuosa y fundada, siempre es buena y saludable. Pero no se puede pretender que el Papa responda a los dictámenes de la prensa, que por otra parte tiene sus propios intereses particulares, económicos, políticos y culturales, que sin duda no son los del Evangelio.
¿Se puede decir, aunque parezca antipático, que la agenda del Papa no es igual que la de los editores? ¿Se puede decir que el Papa no hace lo que hace para concretar presuntos scoop periodísticos? El Papa Francisco no se ha dejado hechizar por el facilismo de la política pequeña. Puso su mirada en la historia grande, en la historia del pueblo, hecha por hombres de carne y hueso, y no pocos muertos, porque creían en lo que defendían. Y de esa historia y de ese pueblo forma parte la Iglesia católica cubana, que desde hace muchos años, manteniéndose al margen del pensamiento único, es capaz de dialogar con el Estado y sus autoridades, y obtener resultados.
En los laicos católicos de Cuba también están presentes las dos componentes que tiene todo cubano que ama a su patria: la capacidad del que puede ser fuerza de gobierno y la prudencia del que sabe ser crítico. El Papa Francisco se encontró con estas personas y a cada uno le dirigió mensajes, exhortaciones y advertencias específicas.
A fin de cuentas parecería que las cosas se pueden resumir de la siguiente manera: los cubanos sienten como algo urgente la necesidad de un cambio, pero desean un cambio que respete su soberanía y su libertad (demasiadas veces en el pasado fueron esclavos, dominados o sirvientes) y sobre todo desean hacerlo todos juntos, sin antagonismos impuestos desde afuera y sin violencia. El Papa Francisco ha dejado en este sentido dos mensajes: sean ustedes, y solo ustedes, los instrumentos de su propia realización histórica y no duden ni por un instante que la Iglesia está con ustedes, ahora y siempre.
Somos conscientes de que no es fácil compartir una visión de este tipo, porque muchas veces cada uno de nosotros es prisionero de códigos y prejuicios culturales y políticos, y también ideológicos (aunque estemos en el siglo XXI) que interiorizamos de nuestra inercia existencial, incluso religiosa. Francisco propone, y no solo en el caso cubano, un cambio radical de nuestra manera acostumbrada de mirar la condición humana y el mundo, y lo hace como un hombre de fe, sólidamente anclado en Cristo, la única respuesta para la fragilidad humana.