ORGANIZAR LA ESPERANZA. El Papa Francisco en el Santuario de la democracia estadounidense. Discurso sobre el estado de la humanidad y del mundo

Como una profecía
Como una profecía

Desde la famosa y prestigiosa tribuna donde ofrece cada año su esperado “discurso sobre el estado de la Unión” el Presidente de los Estados Unidos, el Papa Francisco pronunció ayer, ante senadores y representantes, su “discurso sobre el estado del mundo”, y lo hizo con una increible sensibilidad humana. Casi 40 aplausos con numerosos standing ovation hablan claro sobre la relevancia histórica que ha tenido la presencia del Santo Padre en el “santuario de la democracia estadounidense” y sobre todo que sus palabras fueron comprendidas en toda su amplitud y profundidad, pese a que era un discurso complejo y articulado. Es un texto que, sin exageración, merece ser definido como “monumental”, calificativo que usaron muchísimos políticos republicanos y demócratas presentes, de quienes hemos tomado prestada la palabra.

No es solo una agenda exahustiva y analítica de las laceraciones, los desafíos y las esperanzas de la humanidad. La alocución es también, y quizá sobre todo, una manera de mirar el mundo y los seres humanos desde lo más profundo del corazón de la profecía cristiana: la igualdad y la fraternidad entre los hombres, que tal vez algunos consideraron insurreccional porque han perdido, como muchos, el sentido y la naturaleza profunda del amor verdadero y su radicalidad.

Sobre la profecía cristiana el Papa no propuso largas y eruditas consideraciones. A cada momento, y sin hacer citas particulares, hizo referencia al Evangelio sin pronunciar siquiera el nombre de Jesús o aludir a textos bíblicos (salvo un solo caso en particular). ¿Acaso era necesario?… si todo lo que estaba diciendo tiene una sola fuente y origen: Dios Padre, del que todos, sin distinción de ningún tipo, somos hijos. Tampoco usó en ningún momento la palabra “igualdad”. ¿Realmente hacía falta después de haber explicado con profunda espiritualidad “laica” que tenemos la responsabilidad de vivir nuestra vida en común aplicando y aplicándonos recíprocamente la “regla de oro”: “Todo lo que deseen que los demás hagan por ustedes, háganlo por ellos” (Mt 7,12)  (Mateo una vez más, el fiel compañero del Papa en este viaje). De aquí se fueron desprendiendo gradualmente las diversas, numerosas y comprometidas reflexiones del Papa, que con claridad y sencillez fueron trazando el “estado de la humanidad y del mundo”: “Todos conocemos y estamos sumamente preocupados por la inquietante situación social y política de nuestro tiempo. El mundo es cada vez más un lugar de conflictos violentos, de odio nocivo, de sangrienta atrocidad, cometida incluso en nombre de Dios y de la religión”.

Después de hacer esta amarga y dolorosa constatación, imposible de negar, el Papa formuló una advertencia tan sincera como lúcida, pero que también sería trágico ignorar: “Somos conscientes de que ninguna religión es inmune a diversas formas de engaño individual o de extremismo ideológico. Esto nos urge a estar especialmente atentos a cualquier forma de fundamentalismo, de índole religiosa o de cualquier otro tipo. Combatir la violencia perpetrada en nombre de una religión, una ideología o un sistema económico, y al mismo tiempo proteger la libertad religiosa, la libertad intelectual y las libertades individuales, requiere un delicado equilibrio en el que tenemos que trabajar. Pero hay otra tentación a la que debemos prestar atención: el reduccionismo simplista que divide la realidad en buenos y malos, o si lo prefieren, en justos y pecadores”.

El planteo del Papa tenía desde el principio un único horizonte: ser verdaderos y auténticos cristianos –o auténticos hombres, no creyentes tal vez, pero honestos y coherentes- en la vida cotidiana, en los comportamientos, en las responsabilidades, en el afecto por lo humano. En síntesis, una vez más su palabra ha sido una profunda, sencilla y enérgica lección de humanidad y en todo su discurso resuena una gran verdad: “Desde que Dios se hizo hombre, el hombre es la medida de todas las cosas”. En este axioma formulado por un teólogo protestante (Karl Barth, Suiza 1886 – 1968) está contenido todo el afecto por lo humano de Jorge Mario Bergoglio; afecto que no tiene nada que ver con el “capitalismo compasivo” o con el mutualismo de las personas altruistas ¡No! Ese afecto nace de Dios y solo de Dios, y por eso sus hijos, creados por su amor y solo por amor, son, somos todos iguales.

Este es el auténtico futuro para todos, y sin citar a Juan Pablo II ha propuesto el gran desafío de “organizar la esperanza”. “El mundo contemporáneo con sus heridas, que sangran en tantos hermanos nuestros, requiere que luchemos contra todas las formas de polarización que pretenden dividirlo en dos bandos. Sabemos que en el afán de liberarnos del enemigo exterior podemos caer en la tentación de alimentar el enemigo interior. Imitar el odio y la violencia de los tiranos y asesinos es la mejor manera de tomar su lugar. Este pueblo se niega a hacer eso. Nuestra respuesta, por el contrario, es de esperanza y de reconciliación, de paz y de justicia. Se nos pide tener coraje y usar nuestra inteligencia para resolver tantas crisis geopolíticas y económicas que hoy abundan. También en el mundo desarrollado las consecuencias de estructuras y acciones injustas son demasiado evidentes. Nuestros esfuerzos deben apuntar a restaurar la paz, devolver la esperanza, corregir las injusticias y mantener los compromisos, promoviendo así el bienestar de las personas y de los pueblos. Debemos caminar juntos hacia adelante, en un renovado espíritu de fraternidad y solidaridad, cooperando generosamente por el bien común”.

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