Una nueva “fiebre del oro”, que si bien por una parte es fuente de trabajo y riqueza, amenaza por la otra los frágiles ecosistemas de las selvas tropicales de América Latina, incluido el Amazonas. El estudio de la investigadora portorriqueña Nora Álvares, publicado por la revista Environmental Research Letter, plantea un cuadro contradictorio, un escenario en claroscuros donde en realidad predominan ampliamente los oscuros. El más grave de todos es el problema de la deforestación, que entre 2001 y 2013 habría afectado 1.680 kilómetros cuadrados de bosque húmedo –incluyendo zonas protegidas- situado entre Surinam, Guyana, Venezuela y Colombia, además de la selva amazónica de Perú y Brasil.
Pero los daños no se limitan a la deforestación. Según la investigación de Álvarez, el proceso de extracción estaría contaminando también, con arsénico, cianuro y mercurio, el aire, el suelo y las fuentes hídricas. Venenos que, llevados por los ríos, llegan hasta zonas muy distantes de las minas. A ello se suman los problemas relacionados con la situación geopolítica de la región, explosiva en algunos casos, donde grupos paramilitares y guerrilleros se disputan la explotación de las minas. Es paradigmático el caso de Colombia. El estudio afirma que en este país aproximadamente el 20 por ciento de la extracción pasa a manos de las FARC, no desmovilizadas todavía.
Como nota positiva –tal vez la única- el estudio reconoce de todos modos el aporte que las minas suponen para el desarrollo de los países involucrados. En Colombia –según la Organización Mundial del Trabajo- la industria minera aporta 140 mil puestos de trabajo permanentes, a los que se suman otros miles no regularizados. La contradicción entre trabajo y tutela del ambiente probablemente está destinada a continuar si, tal como parece, se mantiene al ritmo actual la demanda de oro de los países emergentes (China e India sobre todo) y el crecimiento de su cotización en los mercados internacionales, que pasó de 250 dólares la onza en 2000 a 1300 en 2013. Después de la crisis de 2007 este boom convirtió al oro en el “valor refugio” por excelencia para los que pudieron permitírselo, mal que les pese a los ecosistemas tropicales.