Yo viví hasta su muerte anunciada, que no pocos habían pronosticado, la experiencia chilena de Unidad Popular, que gobernó Chile entre 1970 y 1973. Experiencia denominada “via chilena al socialismo” que encabezó el presidente Salvador Allende, marxista leninista atípico, más único que raro. Viví la interminable agonía de ese gobierno y fui testigo de sus últimas horas, una desoladora tarde del 11 de septiembre de 1973, cuando sacaron el cuerpo de Allende envuelto en un poncho colorido con dibujos andinos. Un sueño dolorosamente truncado para muchos. El fin de una pesadilla para otros, no pocos.
En el mismo pozo vencedores y vencidos. El último recuerdo que conservo del presidente, fue el domingo 9 de septiembre de 1973. En una breve conversación hicimos juntos un balance de la situación del país: crítica y sin salida. Los rumores de que se estaba preparando un golpe ya eran de dominio público y paradójicamente lo que se discutía era qué podía ocurrir después de la intervención militar. La crisis había sumido a todo el país en la resignación y en un absoluto fatalismo político. Cuando me despedí del presidente, me dijo: “Sin diálogo no hay salida, terminaremos todos en el miamo pozo, vencedores y vencidos, y la historia no perdonará a ninguno”. Esas son las imágenes y las reflexiones que insistentemente vuelven a mi memoria cuando leo las noticias que llegan de Venezuela, sobre todo en estos últimos días, o cuando veo en los noticieros imágenes idénticas a las que vi hace 43 años en Chile. En vez de Caracas, se podría poner Santiago al pie de las fotografías. El mismo guión: choques violentos entre grupos contrarios, odio recíproco implacable, luchas cuerpo a cuerpo por un poco de pan, un pollo o una botella de agua mineral.
Chile 1973 – Venezuela 2016. Así era Chile en 1973, así es Venezuela en 2016. Dos bloques impermeables entre sí que creen tener bajo control esa parte de la crisis que cada uno gobierna. En realidad, en Venezuela ya se puede hablar de un tercer bloque: los que trabajan contra cualquier posibilidad de diálogo y que alternativamente buscan alianzas con el gobierno y los partidos que lo apoyan o con alguno de los partidos grandes o pequeños que forman la oposición. Hay una parte considerable de poderes económicos fuertes que no están ni con el gobierno ni con las oposiciones: su “partido” tiene una ideología muy concreta, como ocurrió en Chile hace cuatro décadas, y que consiste en empujar el conflicto hasta el punto de ruptura. Los partidarios de este proyecto suicida están un poco en todos lados: en las iglesias cristianas de Venezuela, en las élites periodísticas que controlan los medios, en los intelectuales y hombres de cultura, en los militares de vieja y nueva formación castrense y sobre todo en los numerosos centros de poder fuera de Venezuela, que considerarían muy conveniente un golpe militar, quizás precedido por una guerra civil, perfecta para justificar cualquier intervención autoritaria.
El peligro de que se decida fuera de Venezuela. El peligro más grave que afronta Venezuela en estos días es una enseñanza que ya recibimos en la experiencia chilena de 1973: que el control global de la situación del país termine superando a los protagonistas del conflicto, transfiriendo las decisiones a poderes externos al país. Tiene razón el presidente Maduro cuando denuncia que existen complots antidemocráticos. En cambio no tiene razón cuando califica cualquier protesta legítima, aunque sea por un poco de pan o un litro de combustible, como “acción contrarrevolucionaria”. Simétricamente se puede aplicar el mismo razonamiento para muchos grupos de la oposición, que le contestan al gobierno incluso su deber constitucional de garantizar el orden público. Sí tienen razón las oposiciones cuando denuncian la falta cada vez mayor de libertad y la existencia de decenas de presos políticos sepultados vivos en cárceles clandestinas que llaman “tumbas”.
Hacer que triunfe el “partido del diálogo”. Ésa era la situación final de la experiencia chilena: los mismos dinamismos, las mismas palabras, los mismos estados de ánimo llevados al límite y sin embargo carentes de toda voluntad de reacción. En la Venezuela de hoy como en el Chile de ayer, el problema es uno solo: hacer todo lo posible para que el “partido” del diálogo consiga controlar la crisis, obligando a las partes a encontrar una salida consensuada de la situación. Los dos bloques oligárquicos venezolanos, que son tales porque solo piensan en la auto perpetuación, se deben distinguir de los que quieren y apoyan el encuentro y el diálogo.
Hace pocas horas terminó una dramática reunión de los 34 ministros de Relaciones Exteriores del hemisferio, convocados para una sesión de emergencia por la OEA (Organización de Estados Americanos). En el debate, el ministro de Exteriores de Caracas, Delcy Rodríguez, hizo gravísimos cargos contra el secretario general de la Organización y contra los Estados Unidos, acusándolos de complotar para llevar a Venezuela a la ruptura del orden democrático. En pocas palabras, acusándolos de complotar para favorecer y preparar un golpe militar. La controversia surgió por la publicación de informes de la OEA que culpan, sin medios términos y gravemente, a Venezuela de no respetar la democracia y los derechos humanos y amenazan a Caracas con la aplicación de la “Carta Democrática” –cosa que jamás ha ocurrido en la historia del organismo-, que según el Artículo 20 permitiría, con una mayoría de 18 votos, declarar abierto un debate sobre la democracia venezolana. Una vez concluida esa fase, en una asamblea general extraordinaria, con dos tercios de los votos se podría decidir que los gobernantes venezolanos se han colocado fuera de las reglas del estado de derecho y por lo tanto proceder a la expulsión de Venezuela. Ya ocurrió una vez, hace varias décadas y usando otros mecanismos jurídicos, con Cuba. Esta peligrosísima iniciativa ha sido patrocinada por el Secretario General de la OEA, el uruguayo Luis Almagro, duramente atacado por el ministro de Exteriores de Caracas hace pocas horas.
Cuando “lo peor” se convierte en “la solución”. Ninguna crisis puede durar para siempre, tarde o temprano las dinámicas sociales y políticas encuentran una salida y la gran masa del pueblo, cansada y desalentada, termina aplaudiendo, aunque se trate de la peor alternativa. En Chile nadie quería a Augusto Pinochet, pero el 11 de spetiembre de 1973, en pocas horas se convirtió en el hombre más aplaudido y festejado. Lo único que quería el pueblo chileno era que terminara la crisis y confió ciegamente en el peor, que normalmente es lo que ofrece la historia cuando no deciden los pueblos sino las críticas. En algunos órganos de prensa internacionales leemos análisis y diagnósticos con demasiados consejos. Generalmente los consejeros pertenecen a matrices político-ideológicas bien definidas y bien conocidas. Son opiniones que consideran que la mejor solución es mantener lo más alto posible el nivel de las tensiones y enfrentamientos, para acrecentar los antagonismos que siembran sectarismo. En Chile, entre otras cosas, el diálogo resultó imposible porque la cuota de sectarismo en el pueblo, entre los simples ciudadanos, al final hizo aceptar la idea de que el diálogo era imposible, inútil, una pérdida de tiempo.
Misericordia en las relaciones sociales e internacionales. Recientemente escuché a un obispo de Venezuela que declaraba: “En este momento hace falta en este país coraje y misericordia”. Creo que son palabras sabias, políticamente correctas e inteligentes. El coraje en este momento hace falta para ir contra la corriente, y hacer todo lo posible para favorecer el encuentro, la negociación, el acuerdo. También hace falta, aunque pueda parecer una paradoja, la misericordia, exactamente la misma de la que nos habla el Papa Francisco desde hace tres años.
¿Qué queremos decir? Que la misericordia no es solo un valor religioso y espiritual, también es un método para vivir en paz con todos, como “amigos y vecinos”. La misericordia tiene una declinación política, solo hay que desearla y tratar de aplicarla. Lo contrario a la misericordia es la jungla, el caos, donde no hay vencedores ni vencidos.
En la catequesis jubilar del 30 de abril el Papa Francisco hizo esta exhortación que se puede aplicar perfectamente a Venezuela: “Tener la experiencia de la reconciliación con Dios permite descubrir la necesidad de otras formas de reconciliación: en las familias, en las relaciones interpersonales, en las comunidades eclesiales, como también en las relaciones sociales e internacionales”. El pueblo venezolano tiene una desesperada necesidad de ella.
(Se agradece la colaboración de Francesco Gagliano)