La diplomacia de Michel Temer, presidente ad-interim de Brasil, tiene mucho trabajo por delante, si es que tiene tiempo para desplegarla, para conquistar la neutralidad, si no la condescendencia, de la mayoría de los países latinoamericanos. En el continente no está recibiendo una bienvenida entusiasta, cuando ha pasado apenas una semana desde que reemplazó a Rousseff. Las palabras más alentadoras provinieron, como era de esperar, de la Argentina de Mauricio Macri, que manifestó su respeto pero sin llegar a expresiones de apoyo incondicional. Las más ásperas, lo que también era fácil de prever, fueron de los gobiernos de Venezuela, Cuba, Ecuador, Bolivia, Nicaragua y El Salvador, que calificaron el nuevo orden político de Brasil ni más ni menos que un golpe, haciendo propias en este sentido las afirmaciones de la ex presidente Rousseff.
Los que todavía no se pronunciaron son Estados Unidos, Colombia, Chile y Uruguay, cuyo peso puede inclinar la balanza de la aceptación continental. Por ahora observan con cautela el curso de los acontecimientos, que precisamente en estas horas podrían reservar sorpresas si prospera la solicitud de juicio político contra Temer presentado por un magistrado que quisiera aplicarle el mismo trato que a Dilma.
En cuanto a las instituciones supernacionales, hay que recordar que la Organización de Estados Americanos (OEA) por boca de su Secretario general, el uruguayo Luis Almagro, había apoyado inequívocamente a la ex presidente, viajando incluso a Brasilia para manifestarle su respaldo. Desde la capital brasileña, Almagro había declarado la intención de consultar a la Corte Interamericana de Derechos Humanos acerca de un juicio de impeachment “que genera dudas e incertidumbre jurídica”.
De una manera más contundente se expresó el Secretario General de la Unión de las Naciones Suramericanas (UNASUR), el colombiano Ernesto Samper, que mientras el Senado de Brasil aprobaba la suspensión de Rousseff, hablaba de “poderes de facto” que “comprometen la gobernabilidad democrática de la región”. Samper considera que los cargos que se han formulado contra Dilma Rousseff no justifican un proceso de destitución. Si aceptáramos esta teoría, dijo, cualquier presidente podría ser acusado en el Congreso y destituido “por una simple actuación administrativa que se considere equivocada”.