DICTADURA ARGENTINA E IGLESIA. Algunos sabían sobre los horrores, y lo aprobaban, los obispos reticentes, los opositores, los silenciosos

Sigue la incertidumbre sobre los números
Sigue la incertidumbre sobre los números

Cerramos el artículo anterior con la necesaria y dolorosa referencia al infierno de la red de 340 centros clandestinos de detención que existieron en Argentina durante los siete años de la dictadura militar (1976-1983). Sobre decenas de estos lugares, muchas veces enmascarados por sedes “neutras” e insospechables, se encuentran abundantes rastros en el “Fichero Pio Laghi”, con referencias al lugar donde estaban recluidas las personas sobre las cuales se pedían noticias. El símbolo macabro de esta realidad fue la famosa ESMA, Escuela Superior de Mecánica de la Armada. Por ese infierno pasaron no menos de 5000 personas y muchísimas de ellas fueron torturadas o eliminadas por el grupo operativo que controlaba la cárcel, denominado “Grupo de Tareas”. Sí, exactamente así, “tareas”, porque para las dictaduras argentinas –apañadas y sostenidas por un coro internacional de complicidad y silencio- matar ciudadanos era, precisamente, “una tarea” para “limpiar el país”.

Estos salvajes habían inventado incluso una jerga espeluznante: “Noche de asado” se denominaba el momento de quemar los cadáveres con nafta o neumáticos; “Transferencia” o “Vuelo” era arrojar  prisioneros vivos al Atlántico desde elicópteros o aviones solícitamente proporcionados por la Fuerza Aérea;  “El Dorado” era el enorme depósito donde se dejaba morir a los detenidos agonizantes; “Caperucitas” eran los detenidos a los que colocaban una capucha que les impedía ver a los torturadores; “Calle de la felicidad” era el recorrido que conducía a la cámara de torturas. De estos lugares de horror sin límite salieron cientos de niños recién nacidos, robados a sus madres presas, para ser “entregados” a familias “confiables” (no comunistas o cómplices de los terroristas).

El Vicariado castrense y los capellanes militares. Probablemente este es el tema más doloroso para la Iglesia argentina y lo fue sin duda para el Nuncio Pio Laghi. El Vicariado castrense y la gran mayoría de los capellanes militares (más de 400) estaban al corriente de lo que estaba ocurriendo en las cárceles y en los centros clandestinos de detención. Conocían las inauditas e inadmisibles violaciones de derechos humanos que se verificaban en los recintos militares y carcelarios y sabían perfectamente de dónde provenían las órdenes, cómo se elegían los ejecutores y también qué se hacía para preparar y garantizar el ocultamiento de las barbaries. Enorme responsabilidad, desde todo punto de vista, tuvieron dos obispos: Mons. Adolfo Servando Tortolo (1911-1986), que durante algunos años fue Vicario Castrense, y luego arzobispo de Paraná y dos veces Presidente del Episcopado, y Mons. Victorio Bonami, Pro Vicario Castrense (1929-1991).

El desempeño de estos dos prelados debería ser estudiado con atención; en Internet se encuentran numerosas declaraciones de los mismos. Su conducta como cristianos y sacerdotes fue como mínimo escalofriante: no hay ningún testimonio que pueda confirmar que los pedidos de escucha y de ayuda que recibieron hayan obtenido jamás una respuesta. Tortolo dijo en más de una oportunidad que había rumores de violaciones de los derechos humanos pero que “no tenía ninguna prueba”. Bonamin, que antes de morir reconoció que había pasado dos años quemando documentos comprometedores, en su diario de 750 páginas –interceptado por el sacerdote jesuita José María Meissegeier- escribió: “Monseñor Angelelli: ¿un tiro en la cabeza?”. Ninguno de los dos ocultó jamás que tenían muchísimos amigos entre los oficiales y suboficiales de las Fuerzas Armadas y que habían participado en decenas y decenas de reuniones con ellos antes y después del golpe. Será determinante, para conocer lo mejor posible la verdad, encontrar información en los Archivos vaticanos sobre estos dos prelados. Sus homilías no dejan ninguna duda ni a los más incrédulos.

El Episcopado. La inmensa mayoría de los obispos argentinos durante el período de las dictaduras tuvo un comportamiento reticente, reservado, frío y en algunos casos cómplice, porque estaban convencidos de que la prioridad era luchar contra la subversión comunista, una amenaza para el alma católica de su país. Solo una pequeña minoría – Hesayne, Esposito, De Nevares, Novak, Casaretto y Laguna (todos salvo De Nevares propuestos por el Nuncio Pio Laghi)- no compartía este punto de vista y se oponía de todas las formas posibles, pidiendo al mismo tiempo que la Conferencia Episcopal argentina hiciera una denuncia pública. Otros dos obispos cercanos a Pio Laghi fueron asesinados por orden de los militares en el poder: Enrique Ángel Angelelli (Cordoba, 17 de junio de 1923 – Sañogasta, 4 de agosto de 1976) y Carlos Horacio Ponce de León (Navarro, 17 de marzo de 1914 – Ramallo, 11 de julio de 1977). Durante muchos años las fuentes oficiales acreditaron la versión de la prensa del régimen, que siempre habló de “tristes accidentes de tránsito”. En el caso de Angelelli, El Observatorio Romano, en una pequeña nota habló de “accidente sospechoso”.

Las controversias, que no pocas veces se convirtieron en enfrentamientos verbales, entre el Nuncio Laghi y algunos obispos, en particular con Tortolo y Bonamin que en muchas oportunidades desertaban de las reuniones del Episcopado, se volvieron habituales y sembraron amargura, desconcierto y tensiones que no dejan de ser informados a la Santa Sede. En este período específico, probablemente uno de los más dramáticos para el Nuncio, es posible identificar una especie de progresión temporal que ilustra los sucesivos intentos promovidos por Laghi para sensibilizar a la Iglesia, y no solo a ella, sobre los oscuros hechos que estaban ensangrentando la Argentina: Santa Sede, Conferencia episcopal, Gobierno Militar, Vicariado Castrense, clero local –dividido y desconfiado por razones opuestas- y la opinión pública muy atenta y crítica. Sobre este punto en particular volveremos en el próximo artículo.

La Santa Sede. Todavía estaba muy lejos el 28 de octubre de 1979, cuando san Juan Pablo II dijo: “Así, con ocasión de los encuentros con peregrinos y obispos deAmérica Latina, en especial de Argentina y Chile, se recuerda frecuentemente el drama de las personas perdidas o desaparecidas”. Habían pasado tres años y siete meses desde el día del golpe cuando el Papa hizo por primera vez una referencia pública a lo que estaba ocurriendo en Argentina, y lo hizo en los términos que transmite el sitio de la Santa Sede. Desde el Vaticano, antes de esa fecha, nada se había dicho sobre el drama argentino.

Como es sabido, las cuatro juntas militares argentinas gobernaron entre el 24 de marzo de 1976 y el 10 de diciembre de 1983, vale decir 90 meses. En los primeros 39 meses el Papa era Pablo VI y en los 51 restantes era Juan Pablo II. Mons. Pio Laghi, entonces, fue el representante de ambos Papas, cuyas sensibilidades –incluyendo sus colaboradores más cercanos- respecto de la compleja y dramática realidad latinoamericana de aquellos años, era distinta, y eso fue lo que ocurrió con la situación argentina.

El 10 de mayo de 1977 el Papa Montini recibió en audiencia al segundo miembro de la Junta Militar argentina, el almirante Eduardo Emilio Massera (1929-2010) y a su esposa. La audiencia fue gestionada directamente entre Buenos Aires y el Vaticano sin la participación de la Nunciatura, a pesar de, como a menudo se afirma, “la estrecha amistad entre Laghi y Massera con el cual muchas veces jugaba al tenis” (el Nuncio contó una vez que en seis años jugó al tenis cuatro veces con el almirante).

Durante muchos años se consideró que esta audiencia demostraba que la Santa Sede, no solo no tenía intenciones de atacar a los militares sino que de alguna manera aceptaba el uso que la propaganda castrense hizo del encuentro, presentándolo como un apoyo a su obra de “limpieza”. Esta ambigüedad la encuentran muchos analistas en una carta de la Secretaría de Estado al Nuncio con referencia a otra, enviada por el Vicario castrense Tortolo, donde el prelado transmite noticias sobre una presunta total normalidad incluso en el ámbito de los presos políticos. El cardenal Villot en su respuesta a Laghi afirma simultáneamente dos cosas distintas: le pide a Laghi que “intensifique sus esfuerzos” para mejorar el trato a los detenidos en todos los niveles (incluso el curso del proceso judicial) y al mismo tiempo le pide que transmita a Tortolo “el aprecio por el compromiso en el cumplimiento de su misión conforme a las instancias evangélicas” y el reconocimiento por “la obra que está realizando en favor de los presos” (sobre los cuales el Vicario castrense no habla en su carta). En aquellos años estaba en la Curia Eduardo Pironio, cardenal argentino, y por eso muchas veces se lo asocia a Pio Laghi en las críticas que afirman la supuesta falta de reacción ante lo que estaba ocurriendo. Es un capítulo que la apertura de los Archivos vaticanos podría ayudar a clarificar y enmarcar. Por ahora se sabe que Laghi y Pironio, amigos durante muchos años, estaban en contacto, y hay evidencias documentadas de pedidos de Pironio a Laghi para que se interesara por algunos presos y desaparecidos.

Pio Laghi y sus colaboradores, sin embargo, no se detienen. Entre tanto Laghi y sus colaboradores no se detienen pese al “desaliento en algunos momentos” (p.Galán). En 16 meses, entre agosto de 1976 y diciembre de 1977, Pio Laghi entregó a la Junta 14 Listas con nombres de personas desaparecidas (1.130 en total) y 11 Listas con nombres de personas detenidas (434 en total). En los Archivos se encuentran cartas de Laghi con estas fechas: en 1976: 27 de agosto, 2 de octubre, 1 de diciembre, 21 de diciembre, y en 1977: 11 de febrero, 6 de abril, 30 de junio, 21 de julio, 30 de agosto, 29 de septiembre y 8 de noviembre. Entre estos documentos hay también 2 cartas sin fecha. En la primera, el Nuncio interviene en favor de 42 personas, entre ellas algunos dirigentes del ERP (Ejército Revolucionario del Pueblo). En la segunda, en favor de otras 88 personas. Hay además otras cuatro listas que no tienen fecha exacta y son de noviembre de 1976 y de los meses de julio, agosto y noviembre de 1977.

A veces Pio Laghi se ocupaba de casos particulares, como el de Álvaro Martín Colombo, de 22 años, estudiante de derecho, desaparecido. Incluyó su nombre en una de las listas (21 de diciembre de 1977), a través de la Nunciatura hizo indagaciones independientes y por último envió un conmovedor y terrible informe a la Secretaría de Estado, que lleva el número 132/76. Otros casos similares son los de Julio Rawa Jainski, de 24 años, y Enrique Caracoche, odontólogo (en cuyo caso lo había interesado personalmente el cardenal Eduardo Pironio).

Artículos anteriores:

ARGENTINA, IGLESIA Y DICTADURA. ESPERANDO LA APERTURA DE LOS ARCHIVOS VATICANOS. Los padecimientos del Nuncio Pio Laghi

PIO LAGHI Y LAS LISTAS DE LA ESPERANZA. El hermano del “Che” Guevara también figura en las listas de nombres que el Nuncio en Argentina enviaba al Vaticano durante los años de la dictadura

EL NUNCIO Y EL GENERAL. Esperando la apertura de los archivos vaticanos. La respuesta del Ministro del Interior de Videla a Pio Laghi que pedía noticias sobre personas detenidas o desaparecidas

EL “FICHERO PIO LAGHI”. Un monótono y cotidiano registro de nombres y datos para arrancarlos de manos de los dictadores argentinos. La ESMA y la jerga del terror

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