SUEÑOS, SUDOR Y COYOTES. Historias de emigrantes de América Central por los caminos del sueño americano

Joven salvadoreña se envuelve en las banderas de Estados Unidos y El Salvador, en una manifestación de protesta contra medidas antimigratorias. Foto AFP/Chip Somodevilla
Joven salvadoreña se envuelve en las banderas de Estados Unidos y El Salvador, en una manifestación de protesta contra medidas antimigratorias. Foto AFP/Chip Somodevilla

La preocupación constante por mandar dinero a casa. El trabajo agotador. Y el sueño, muchísimo sueño. Es dura la vida para miles de centroamericanos que emigraron a Estados Unidos empujados por la pobreza y deslumbrados por el “sueño americano”. Llegan desde Honduras, El Salvador, Guatemala… y son muchos, millones. Como todos los emigrantes –desde África hasta América Latina- huyen de algo: guerras, violencia, miseria.

César tiene 26 años. Viene de Honduras. En 2006 decidió partir de San Pedro Sula, que hoy se considera -con un promedio de 19 homicidios diarios- la ciudad más violenta del planeta. Llegar a la frontera es el primer paso de la odisea. En estas latitudes no hay lancheros inescrupulosos sino “coyotes”, los “guías” expertos en cruzar la controladísima frontera entre México y Estados Unidos. Hay que pagarles una pequeña fortuna y, si uno tiene suerte, consigue pasar. Para hacerlo, el hondureño César desembolsó varios cientos de dólares, prestados por la familia. Logró cruzar al quinto intento y por lo tanto su deuda con el “coyote” subió rápidamente a cinco mil dólares. Las veces anteriores lo interceptaron y volvieron a enviarlo del otro lado de la frontera, creyéndolo mexicano.

La deuda de Arturo, de El Salvador, era de seis mil dólares. Su relato parece un libro de Steinbeck: recuerda un camión y doscientos inmigrantes hacinados, sentados con las piernas abrazadas contra el pecho, cubiertos por una falsa carga de manzanas. Sesenta horas de viaje: asfixia y calor. Después una pick up hasta Los Ángeles y un vuelo interno para encontrarse con sus primos, en New Jersey.

Pero conseguir entrar es sólo el primer paso. Una vez dentro, la odisea continúa. La realidad es durísima. Rolando Martínez se dio cuenta cuando vio la primera casa donde tendría que vivir: un sótano compartido con otras cuatro personas.

Martínez, ingeniero agrónomo, se encontró trabajando de ayudante de albañil por seis dólares la hora. Una vida miserable. Sólo el alquiler del sótano costaba 300 dólares por mes, el dinero nunca alcanzaba. Decidió entonces buscar otro trabajo, un trabajo de noche. Dormía tres horas por día y a la noche hacía de todo un poco en un restaurante.

Salvo raras excepciones, emigrar es en principio cosa de hombres. Parten dejando en casa esposa e hijos. Pero la nostalgia carcome y el deseo de estar juntos de nuevo se vuelve insoportable. Así fue para Martínez. Un día la esposa lo llama por teléfono y le pregunta: “¿Quieres seguir conmigo o no? Si quieres, voy contigo”. Recuerda los sentimientos contradictorios. En otras circunstancias hubiera estado contento. Dice que su mujer es su equilibrio, su centro. Pero no podía dejar de pensar en el sótano: “¿dónde los meto a ella y al niño?”. Al final, Rolando Martínez le contestó que la esperaba con los brazos abiertos. La esposa llegó a Estados Unidos para encontrarse con su marido demacrado y ojeroso y una habitación en una casa nueva.

Los comienzos de Arturo tampoco fueron fáciles. Primero como lavaplatos en un restaurante italiano, a 300 dólares por semana, 13 horas por día. La presión de enviar dinero a casa y cancelar la deuda con su “coyote”. Él también empezó a trabajar de noche como changarín. “Pero no resistí –dice-. Tenía demasiado sueño”. Entonces volvió a emigrar. Porque en efecto, la migración de los centroamericanos no termina una vez que llegan a Estados Unidos. Lo mismo que los hizo partir sigue empujándolos: trabajo, progreso, dinero.

Así fue para Arturo. Albañil en Washington, peón de almacén en Kentucky, empleado en un matadero. Por último, en 2003 consigue una licencia para medios de transporte pesados y se convierte en camionero. Hoy, tanto él como César ya terminaron de pagar su deuda con el “coyote”.

La pregunta obligada es ¿la gente que quiere emigrar es consciente de las condiciones  en que deberá trabajar para estar bien en Estados Unidos?

Responde Arturo, por sí mismo y por todos los demás: “Jamás puedes imaginar cómo será aquí. Das vueltas por la calle, aturdido como un idiota esperando que ocurra algo, tratando de entender algo. Poco a poco te das cuenta de que hay oportunidades, pero el estrés… el estrés…”.

A los europeos la inmigración nos parece un recuerdo lejano y nos resulta difícil comprender cómo hacen estas personas para resistir, para no abandonar todo y volver “a casa”. Pero la respuesta es sencilla en boca de César: “allá estamos peor, los problemas son gigantescos”. Después de diez años, Arturo trabaja como camionero 40 horas por semana. César, seis años más tarde, es carpintero. Pueden ver una pequeña luz al final del túnel. El “sueño americano” está un poco más cerca.

Es cierto que no todos lo logran. Consideremos a los salvadoreños. Según el Gobierno, sólo en Estados Unidos hay cerca de dos millones y medio. Significa que casi un tercio de los ciudadanos del pequeño país centroamericano no vive ni trabaja donde nació. Forman un país dentro de otro país. En 2013, según el Departamento de Inmigración y Aduana, Estados Unidos repatrió 64 salvadoreños por día. La administración de Obama deportó cinco veces más que la de Bush. Sin embargo, el saldo ingresos/egresos sigue siendo ampliamente activo. Según el Ministerio de Exteriores de El Salvador, en 2013 aproximadamente 600 ciudadanos partieron con destino a USA. Es también una cifra diaria. Números parecidos corresponden a Guatemala y Honduras.

La emigración centroamericana hacia USA es algo más que un fenómeno pasajero. Es más bien una forma de vida, como se puede ver en la historia de Francisco. Escapando de la guerra civil, entró a través de Arizona y está muy enojado con su hijastro y su prima porque todavía no le han devuelto los cinco mil dólares que les prestó para pasar la frontera. Sin embargo, después de 14 años de trabajo, envía todos los meses 150 dólares a su madre y 70 a una sobrina para que pueda pagar los estudios universitarios. Y está terminando de pagar su segunda casa de 24 mil dólares en El Salvador.

Segunda generación. Por último están ellos. Los inmigrantes de segunda generación, nacidos y crecidos fuera de su país de origen. Como la joven abogada Yesenia, con un título de la prestigiosa Columbia University. Tenía tres años cuando llegó de El Salvador, escapando con su papá de la guerra civil. Antes de partir, su padre le decía: “Volveremos apenas termine la guerra”. La guerra duró doce años pero cuando terminó, nunca más volvió la paz: El Salvador hoy es el cuarto país más violento del mundo según el índice de homicidios. Yesenia sólo volvió a su país natal el año que se firmó el acuerdo de paz, en 1992. Recuerda que aquel lugar le pareció extraño “sin luz, sin agua, sin baños, ni calles ni nada”. Yesenia forma parte de la generación de migrantes con estudios universitarios, que hablan el inglés como los norteamericanos y el español con un acento raro: acento de migrante. Perfectamente “integrada” diríamos, con una palabra que en realidad significa poco. Es perfectamente consciente de la importancia que tienen los envíos de dinero para su país de origen. El padre, que trabaja en la construcción, todavía le manda dinero a la abuela de Yesenia. La madre en cambio le manda a sus dos hermanos. Yesenia pertenece a una generación que afirma sin sombra de duda que es americana, o más bien dice: “Siento que soy de aquí, aunque no me siento al cien por ciento americana. Como tortillas y hablo español en casa… por eso…”. Además, algunos prejuicios son duros para desaparecer: “aquí siempre me miran de una manera un poco extraña, algunos de estos blancos deben pensar que soy la mujer de la limpieza, ya sabes”, dice con cierta ironía la abogada especializada en inmigración y defensa penal. Ella, que entró clandestinamente a los Estados Unidos, hoy trabaja para evitar que otros clandestinos sean repatriados y representa hondureños, salvadoreños o guatemaltecas que buscan asilo y protección de la violencia de sus países.

Material tomado de “Mucho sueño americano”, Óscar Martínez, El Faro 18 de mayo de 2014

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