GENOVEVA Y SUS MIL HIJOS. Vida y muerte de una pequeña mujer que salvó a un pueblo

Veva
Veva

Algunos estudiosos la definieron como una de las experiencias más logradas de la historia de la antropología. Para los teólogos, en cambio, se trata de un modelo de verdadera evangelización. Lo cierto es que la historia de la misionera Genoveva y sus hermanas parece salida de la pluma de Gabriel García Márquez.

Estamos en Brasil, en la selva del Mato Grosso. Una de las tribus que viven en esta región amenazada por la deforestación es la de los Tapirapé. Cuando Genoveva –más conocida como Veva- llega como misionera entre ellos, corre el año 1952. Encuentra una comunidad paupérrima, casi en extinción, con poco más de cincuenta miembros, en su mayoría hombres.

La declinación había comenzado en 1909. Las enfermedades que trajeron los blancos –influenza, fiebre amarilla, viruela- comenzaron el exterminio. En 1935 quedaban solo 135 de los 2000 que eran. Del resto se ocuparon las guerras con las tribus vecinas.

El jefe de la aldea le dice angustiado a Veva y sus compañeras, poco después de que llegaran: “La tierra es valiosa, los peces son valiosos, la madera es valiosa, solamente los Tapirapé no valemos nada”. No sabe, sin embargo, que el lema de las Hermanitas de Jesús es precisamente: “Ir a los olvidados, a los despreciados, a los que no interesan a nadie”.

La llegada de Veva, Clara y Denise marca un antes y un después en la desgraciada historia de los Tapirapé.

Desde el primero momento el objetivo de las misioneras fue vivir como ellos, comiendo la misma comida y siguiendo el mismo estilo de vida. Y gracias al trabajo que ellas llevaron adelante, una mezcla de atención y prevención de las enfermedades, muy pronto se redujo la mortalidad hasta que fue erradicada casi por completo. Respetando siempre la forma de vida de los Tapirapé, que gracias al compromiso de las hermanas hoy han vuelto a tener cerca de un millar de miembros.

Veva fue la única misionera que nunca más salió de la aldea. Nacida en Francia en 1923, de cabello blanco y lacio y aspecto frágil, se despertaba todas las mañanas antes del amanecer para cuidar la pequeña huerta detrás de las casas de adobe y cañas de la aldea. Ella no volvió a salir de la aldea y en la aldea se extinguió a los 90 años. El dolor de “su” gente ha sido enorme, como si hubiera muerto la madre de todos. Los llantos y lamentos y cantos fúnebres acompañados por el ritmo de las danzas duraron dos días y dos noches completas. Fue sepultada según el rito Tapirapé: en la casa donde vivía, colocada en una hamaca y cubierta con tierra recogida por las mujeres que después se moja, para que se convierta en barro seco, durante una ceremonia acompañada por cantos. El cuerpo de Genoveva reposa ahora en la misma hamaca donde dormía en vida, entre los que ella eligió para que fueran su pueblo.

Algunos ya comparan su historia con la de Madre Teresa de Calcuta. Y ciertamente la relación parece oportuna, entre otras cosas por el propósito de ambas: acercarse al que es “distinto” para convivir con él, conocerlo y valorar su propia cultura y su propia religión. No solo para hablarle del amor de Dios, sino para ser, para convertirse en ese mismo amor. Porque ya sabemos que el ejemplo siempre vale más que mil palabras.

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