LA COLECCIONISTA DE HISTORIAS. Detrás de cada rostro de migrante, desde Lampedusa en Italia hasta El Paso en México, hay una historia. Y alguien la recoge

Miriam no pierde las esperanzas de volver a ver a su hija Piedad. FOTO: Manuel Saldarriaga
Miriam no pierde las esperanzas de volver a ver a su hija Piedad. FOTO: Manuel Saldarriaga

Leisy Abrego de la Universidad de California, no quiere que se pierdan. En Sacrificing Families: Navigating Laws, Labor, and Love Across Borders  (Sacrificando familias: surcando leyes, mano de obra y amor a través de las fronteras”) intenta llegar al fondo de estas historias que casi siempre hablan de sacrificios y dolorosas separaciones, sueños y desilusiones, éxitos y fracasos. Como la de Esperanza, que quedó embarazada a los 16 años y decidió emigrar para asegurarle un futuro a su hija, a su madre viuda y a sus hermanitos. No quería que la niña sufriera la misma pobreza que debió sufrir ella, obligada a asistir descalza a la escuela. Una amiga, como sucede a menudo en estos casos, la convenció de que la esperanza, el futuro, la tierra prometida estaba del otro lado de la frontera, en los Estados Unidos. Esperanza busca y encuentra una persona que puede hacerla entrar, y parte. El relato de los días previos al viaje, intercalado con sollozos, es dramático: “Yo veía jugar a mi niña y decía, Dios mío dame fuerzas para irme”. La noche establecida la acostó a dormir. “La niña automáticamente se dio vuelta hacia la pared”, cuenta. “Y ella siempre está conmigo y me abraza, y ese día no lo hizo. Yo creo que ella percibía mi ida, no. Me levanto a la una de la mañana, la agarro conmigo. Yo estaba llorando, yo estaba llorando y se despierta mi niña y me dice, “mami… quiero leche” , “quiero leche, mami”, repetía. Esa palabra me dio la fuerza de venirme. Y yo le dije, “no hay leche, mamita, pero te prometo que te la voy a conseguir”. La niña, antes de dormirse le dijo: “mami, te quiero”. El bus entró en el pueblo tocando bocina; antes de subir, Esperanza la encarga la niña a su madre: “agárrala, mami. Se la dejo en sus manos. Ámala como si fuera tu propia hija.”

Un mes de viaje y llega a Los Ángeles. Esperanza está sola, no conoce a nadie. Empieza a tocar puertas desconocidas, encuentra los primeros trabajos como empleada doméstica. En una casa permanece un año: la maltratan, trabaja todo el día por 400 dólares por mes. Manda 300 a su casa, para su madre y su hija. “Me quedaba con 90 porque yo ponía el envío… Era horrible”. También resulta difícil alimentarse con tan poco dinero. “Yo compraba (ríe), compraba cada semana una docena de sopas, de vaso, que ahora yo no las puedo ver. Y yo digo, o sea, el fin de semana aquí se goza, se supone, no, si quiere va comer afuera o… (silencio). Para mí era una sopa de vaso tres veces al día”. Sin embargo “era la mujer más feliz del mundo porque mi niña tenía qué comer”.

Hasta el día de hoy Esperanza sigue enviándole dinero a su familia. “Yo aquí me he quedado sin nada, yo me he endeudado, no me importa, pero mi mamá y mi hija siempre tienen lo que necesitan”. Recién ahora, doce años después de haber partido de El Salvador, Esperanza se está preparando para volver a su país y reencontrarse con su hija y su madre. Su hija, consciente de los sacrificios de su mamá, también hace un gran esfuerzo por estudiar y aprovechar las oportunidades que se le ofrecen con el dinero que recibe.

La protagonista de la segunda historia que recoge Leisy Abrego no ha recibido la gratificación del reconocimiento de su hijo. Se llama Lydia y se vio obligada a partir cuando su marido, emigrado también, dejó de enviar dinero a casa. Recuerda los primeros tiempos: fueron durísimos, todo su dinero estaba destinado a pagar la deuda con el coyote, la persona que ha hizo cruzar la frontera. Lydia se dedicó a trabajar en la costura y manda todo lo que puede a sus tres hijos en El Salvador, que quedaron con los abuelos paternos. Pero éstos hablan mal de ella a sus nietos. En una sociedad en la que se valora a la mujer sobre todo por su rol de madre, es muy difícil que acepten su ausencia, aunque se deba precisamente a la necesidad de mantenerlos. El dolor por la ausencia se convierte en resentimiento: “Más que todo con el varón porque él no me pedía, para él era orden de que le mandara dinero… Y me decía de que sólo esperaba para venir para venírmelo a decir, para hacer una guerra en contra de mí, para que yo sintiera, porque tenía que sufrir en carne propia lo que de chiquitos no les había dado…”. Lidya entonces le recuerda al hijo: “¿y tu papa?”. Después de todo, él había desaparecido y no envió más dinero. Entonces su hijo le responde: “Pues él es hombre, el hombre puede hacer lo que quiera, pero la mujer no”.

Es distinto el caso de Sonia, como se desprende de las páginas de Sacrificing Families. Su madre partió cuando ella tenía ocho años, dejándola con otros cuatro hermanos: “Ella nos dijo de que, incluso mis abuelos también, verdad, dijeron de que era un sacrificio, pues, que ella iba hacer, en dejarnos porque, para que nosotros pudiéramos estudiar, no para comprarnos todo lo que queríamos, verdad, pero sí por lo menos comida”. Pero algunas cosas son difíciles de entender para los niños. Sonia recuerda: “Yo sentía que nos estaba dejando”. Muy pronto, sin embargo, gracias a las remesas que empieza a mandar la madre, la vida de Sonia y sus hermanos mejora. Además, dos de ellos estaban enfermos y necesitaban operaciones que requerían mucho dinero. “Antes de que ella se fuera, verdad, cuando podía comíamos y cuando no, no”. Después, con los 150 dólares mensuales por lo menos alcanzaba para el estudio y la comida.

Veinte años de trabajar en los Estados Unidos, sin embargo, no le han permitido a su madre ahorrar nada ni mejorar su situación económica. Recién 16 años después de llegar consiguió sus papeles, dejó de ser ilegal y pudo volver a El Salvador para visitar a sus hijos casi adultos, que gracias a ella habían podido terminar el bachillerato. Sonia cuenta la emoción que sintió cuando volvió a abrazarla. A pesar de que había pasado tanto tiempo –casi una vida- ella dice que su relación es excelente. En este caso los abuelos cumplieron un rol positivo: “mi abuelo fue una gran ayuda porque ellos siempre nos enseñaron a que ella era nuestra mamá y que la teníamos que respetar”. Para su madre, es una recompensa que no podrían pagar todas las remesas del mundo.

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