LA ULTRAFÍSICA DE TEILHARD DE CHARDIN. Revisión mexicana del inquieto jesuita francés rehabilitado por el Concilio Vaticano II

Teilhard de Chardin
Teilhard de Chardin

Una reflexión que no pasa desapercibida si el autor es el poeta, escritor y académico mexicano Hugo Gutiérrez Vega: “En este momento de revisión de muchos aspectos del hombre y de la cultura, conviene regresar a un pensador que con su sensatez, su sinceridad y su rigor científico, nos entrega una visión equilibrada del fenómeno humano”. Director de Jornada Semanal, suplemento cultural del diario mexicano La Jornada, presenta el amplio artículo de Sergio A. López Rivera sobre la vigencia del pensamiento de Pierre Teilhard de Chardin (1881-1955), fallecido en Nueva York en la más completa soledad humana e intelectual durante la noche de Pascua de sesenta años atrás.

Geólogo y paleontólogo francés, a los dieciocho años entró al noviciado de la Compañía de Jesús, pero a principios de siglo se vio obligado a abandonar Francia. Debido a las leyes antirreligiosas promulgadas por el gobierno de Waldeck-Rousseau (1899-1902) para poner fin a los desórdenes que estallaron a consecuencia del affaire Dreyfus, los jesuitas fueron expulsados del país junto con otras congregaciones religiosas. Estudió en Egipto y en Gran Bretaña, donde fue ordenado sacerdote en 1911. Durante el primer conflicto mundial prestó servicio en el frente como camillero. Leía y amaba a Dante. Volvió a su patria y comenzó a trabajar en el Instituto Católico de París, pero pronto fue alejado por sus superiores debido a sus ideas científicas, poco conformes con la ortodoxia católica. Durante veinte años vivió y trabajó en China, participando en numerosas expediciones científicas, entre ellas la que descubrió el sinhantropus, (hombre de Pekín). Al terminar la Segunda Guerra Mundial volvió nuevamente a París y fue nombrado director del Centro Nacional de Investigación Científica. Una vez más los superiores lo invitaron a dejar Francia y en 1951 partió hacia Estados Unidos, donde permaneció hasta el final de su vida.

Del pensamiento de Teilhard de Chardin se desprende una concepción integralmente evolucionista. En el opúsculo La vida cósmica, publicado en 1916, el autor sostiene que el mundo está regulado por la ley de la recurrencia y que la materia está constituida por una serie incesante de agregaciones cada vez más complejas. En base a la especulación filosófica de Henri Bergson y Édouard Le Roy, quienes afirman la dimensión temporal de la realidad, Teilhard intuye que el universo mismo es una “historia”. Desde el amanecer de los tiempos el cosmos participa de un constante movimiento progresivo. El proceso evolutivo une todos los fenómenos de transformación de la materia a partir de un átomo primigenio hasta llegar al hombre, síntesis de cosmogénesis, biogénesis y antropogénesis. En virtud de esta complejidad la materia llega a ser capaz de recibir la vida y la vida humana llega a ser capaz de recibir el pensamiento. Por otra parte, la evolución no termina con el fenómeno humano, en continuo ascenso, sino que avanza hacia una “noogénesis” que dirige la humanidad hacia un fin –el Punto Omega- en virtud del cual son solidarios todos los destinos del cosmos. En la reflexión del paleontólogo francés no hay lugar para ninguna forma de determinismo. Cristo mediador es principio, fin y condición de todo el proceso evolutivo. Solo gracias a la iniciativa divina, voluntad perfecta que guía y orienta, el hombre avanza en su continua tensión hacia el destino.

La idea de que el hombre se encuentra dentro de un proceso no concluido, sino de una más amplia cosmogénesis, sostiene toda la arquitectura teórica de la reflexión de Teilhard de Chardin, que pretende ser científica y ultrafísica, pero nunca metafísica. Todo el sentido de la evolución se debe buscar en el principio de la cosmogénesis, que postula el universo como fenómeno temporal in fieri. La originalidad de su trabajo científico consiste en afirmar que la simple lectura científica del fenómeno evolutivo es de por sí una búsqueda de sentido, del significado profundo de la creación, del tiempo y de la existencia humana.

La pretensión de interpretar los hechos observados y de buscar un sentido alimenta el gran debate sobre su trabajo desde las primeras publicaciones. La originalidad y la profundidad de su enfoque, la seriedad y la profundidad de observación y de análisis de los fenómenos, junto con un impeclable rigor lógico, constituyen motivos válidos para provocar discusiones en diferentes niveles de conocimiento. Un extraordinario esfuerzo de visión unitaria que se puede resumir en un párrafo de rara intensidad: “La humanidad en su marcha, está estancada, porque los espíritus vacilan en reconocer que hay una orientación precisa y un eje específico de evolución”. Tal vez ese “estancamiento” que señala el científico fue lo que impidió a sus contemporáneos captar la novedad y el espesor de su pensamiento.

Hostigado por las autoridades de la Iglesia católica, abandonado por la comunidad científica, en los últimos años de su vida denunciaba la imposibilidad de citar siquiera un escritor o un autor que compartiera con él la diafanidad de un cosmos transfigurado, e incluso Eugenio Montale, uno de los más grandes poetas italianos del Novecientos, le dedicó versos poco elogiosos en “A un jesuita moderno” (Satura, 1962-1970): “Si quieres convencernos / de que un barrunto nuestro se desprende de la costra / de acá abajo, menos costra que papilla, / para luego alojarse en la noósfera / (…) / te diré que la piel se me eriza / cuando te escucho.”

Sus principales obras, como El fenómeno humano (1955) y El porvenir del hombre (1959) se publicaron después de su muerte. Una Casandra de los tiempos modernos, una voz que fue escuchada y rehabilitada recién por el Concilio Vaticano II. Una vez más resulta evidente que el tiempo de la historia humana es inexorablemente más lento que el del universo, que viaja –tal como viajaba Teilhard de Chardin- a la velocidad de la luz.

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