LA DIPLOMACIA DE FRANCISCO. CUBA 4. Regalo de cumpleaños

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La antipatía recíproca entre Washington y La Habana se remonta a muchos años antes de la revolución castrista. En base a la “doctrina Monroe”, llamada así por el presidente que el 2 de diciembre de 1823 formuló en un discurso escrito la idea de la supremacía de Estados Unidos en el continente americano, ellos se arrogan el derecho a intervenir militarmente para proteger la democracia al sur de sus fronteras. En lo que Washington, con arrogancia, llama “el patio de atrás”.

La Isla Grande del Caribe ya estaba en el centro de los intereses estadounidenses desde fines del ‘800, aunque las cosas empeoraron sensiblemente después de 1959. Es verdad que al principio el triunfo de los barbudos no originó mayores preocupaciones: el dictador Fulgencio Batista era demasiado sanguinario incluso para la opinión pública de Washington, mientras los rebeldes, pensaban, podrían ser reconducidos hacia un progresismo filoestadounidense. Pero esa convicción estaba destinada a ser desmentida al poco tiempo. Al principio Fidel Castro no quería comprar armas de la Unión Soviética para no tener el mismo fin que el presidente de Guatemala, Jacobo Arbenz, que después de comprarlas a Checoslovaquia en 1954 fue derrocado con la acusación de pertenecer al bloque soviético. A pesar de las primeras señales tranquilizadoras, la Cia no confiaba en Castro. Un viejo cablegrama afirma: “Sería un grave error subestimar a este hombre. A pesar de su aparente ingenuidad, un carácter poco sofisticado y su ignorancia en muchos asuntos, está claro que tiene una fuerte personalidad y es un líder nato con valor y fuertes convicciones”. La evolución anticastrista de Washington se produce a fines de 1959, meses después del derrocamiento de Batista. En un documento reservado, la inteligencia estadounidense recomendaba matar tanto a Castro como al Che Guevara.

Poco antes, el gobierno revolucionario había decidido nacionalizar las empresas y las propiedades norteamericanas que había en la isla. Ese fue el comienzo de la “guerra”. Primero en el plano militar, con el fracasado desembarco anticastrista en Bahía de los Cochinos, orquestado por la CIA entre el 15 y el 18 de abril de 1961. Pero también en el plano económico, cuando el 6 de julio de 1960 el presidente Dwight Eisenhower dispuso reducir un 95% la importación de azúcar cubano, el principal recurso de la isla. Era el primer paso del bloqueo que comenzaría formalmente en 1962. El 4 de febrero de ese año el presidente Kennedy ordenó el boicot de los productos cubanos; por último el 20 de noviembre –después de la “crisis de los misiles” que estuvo al borde de provocar la tercera guerra mundial- decidió el bloqueo total de las relaciones económicas con La Habana.  Con el paso del tiempo, el bloqueo estadounidense se endurecía o se ablandaba siguiendo las oscilaciones de las relaciones bilaterales. Por ejemplo, en 1977 Jimmy Carter eliminó las restricciones de los viajes a la isla y algunos meses después Washington abrió una “Oficina de intereses” en La Habana. Una especie de embajada informal por donde pasaban diplomáticos, agentes secretos y hombres de negocios. Pero las restricciones fueron restablecidas por Reagan en 1982.

Gracias al apoyo soviético, Cuba afrontó con relativo bienestar la segunda mitad de los ’60 y la década siguiente. Llegó incluso a desempeñar un rol en el tablero internacional tratando de exportar, por medio de sus propios militares, el modelo castrista al resto de América Latina y África. Pero a la larga comenzaron a manifestarse las primeras grietas, las primeras señales de derrumbe: los años ’80 se abrieron con la caída del precio político del azúcar y el éxodo de 125.000 prófugos desde el puerto de Mariel hacia las islas Keys, estribaciones de la península de Florida y punto de llegada a tierra estadounidense. Los problemas más serios comenzaron en los ’90 con la declinación y la implosión de la Unión Soviética: en 1992, después de 30 años de presencia en la isla, Moscú retiró sus tropas y suspendió las “importaciones subvencionadas”; ese mismo año George Bush reforzó el embargo. Castro habló de “golpe bajo”. La isla estuvo al borde del colapso económico. La cálida navidad caribeña transcurrió sin combustible y con los alimentos racionados. La isla se abrió entonces a las inversiones occidentales, sobre todo en el sector del turismo. En 1993 se legalizó la circulación del dólar y se celebraron las primeras elecciones con voto secreto (aunque no fueran libres).

En 1994 un nuevo éxodo cubano masivo desencadenó la furia de Estados Unidos. Pero la ley Helms-Burton, promulgada por Clinton el 12 de marzo de 1996, pocos días después que los cubanos derribaron dos aviones de exiliados, reforzó ulteriormente el embargo con medidas que involucraban a empresas de terceros países. Pocos meses después, Fidel Castro fue recibido por el Papa Juan Pablo II y se abrió para Cuba una rendija de esperanza. En 1998, por último, el Pontífice visitó La Habana y el 20 de marzo Clinton anunció una serie de medidas destinadas a ayudar al pueblo cubano.

Pero el embargo se mantenía. Ni siquiera la visita del ex presidente Carter a La Habana, en mayo de 2002, en calidad de “pacificador” pudo cambiar la situación. Incluso en 2004 George W. Bush impuso nuevas limitaciones a los viajes y a las remesas de los ciudadanos estadounidenses, medidas que luego revocó Obama.

El cambio decisivo llegó el 17 de diciembre de 2014. Con un histórico discurso en TV, el presidente de los Estados Unidos Barack Obama anunció el restablecimiento de las relaciones diplomáticas con Cuba y la reducción de las sanciones económicas, y terminó con una frase en español destinada al bronce: “Todos somos americanos”. Ese mismo día, a pocos kilómetros de las costas de Florida, palabras de distensión muy parecidas resonaban en las pantallas cubanas: Raúl Castro comunicaba a sus compatriotas los históricos cambios.

El 17 de diciembre de 2014 no es una fecha casual ni mucho menos una coincidencia. Es el día del cumpleaños de Jorge Mario Bergoglio, el verdadero artífice de una obra maestra diplomática que pasará a la historia de las relaciones internacionales.

Durante varias semanas circuló una pregunta para la que nadie encontraba respuesta: ¿cómo se llegó a ese resultado histórico? La clave, como veremos, fue una combinación de habilidad diplomática, reuniones secretas en el Vaticano, oración y el infaltable carisma personal de Jorge Mario Bergoglio.

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