Se puede decir que Pio Laghi fracasó, pero no se puede decir que haya pecado de connivencia; se puede decir que no fue lo suficientemente hábil o astuto, pero no se puede afirmar que fue cómplice; se puede decir, por último, que fue un diplomático ingenuo y naïf, pero nadie puede demostrar que haya callado frente a una tragedia que, entre otras cosas, trastornó su vida hasta que murió. Pio Laghi fue un hombre y un sacerdote bueno y honesto, un hombre al servicio de la Iglesia que supo aceptar también el sacrificio personal cuando fue necesario.
Las dos categorías de servidores de la Iglesia. Hay dos categorías de servidores de la Iglesia y del Papa: los que usan su propia persona para servir y representar a la Iglesia de Cristo y a su Vicario, y los que usan a la Iglesia y al Papa para representar a su propia persona, a sí mismos. Mons. Pio Laghi pertenece a la primera categoría, y eso solo ya lo hace un gran pastor; nunca hizo nada para usar lo que la Iglesia le había dado con el fin de “representar” su propia persona, como lamentablemente vemos tantas veces, sobre todo en estos tiempos de trepadores eclesiásticos. Todas y cada una de sus cualidades, y también de sus defectos, los puso al servicio de la misión que se le asignaba.
Conocí a Laghi siendo ya anciano y la razón del encuentro era sencilla: quería agradecerle, aunque habían pasado varios años, por haberme ayudado a salvar la vida de dos queridos amigos argentinos: una pareja de periodistas, que hacía dos años que estaban detenidos en la famosa Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA). De nuestro primer y formal encuentro nació una hermosa amistad, que fue creciendo en afecto y admiración en el curso de numerosas conversaciones llenas de recuerdos, de humanidad, de ternura y de dolor. Cada vez que me decía que hubiera sido útil que se publicaran por lo menos parcialmente algunos Archivos, yo le respondía casi con vergüenza: Don Pio, cuando sea posible y oportuno, y tenga aunque sea una pequeña audiencia, yo haré mi parte.
No ha sido fácil esperar el momento oportuno, y ahora que ha llegado y que la Santa Sede ha tomado al respecto una decisión lúcida, inteligente y de enorme trascendencia histórica, siento que se hará justicia, aunque sea póstumo, a muchas personas. Y en este caso “hacer justicia” significa dos cosas concretas: incluir en la verdad histórica a los que actuaron bien y también a aquellos que no actuaron bien. Así es la verdad, sin la cual no hay justicia ni reconciliación.
Mi pedido al Nuncio. Cuando Pio Laghi todavía era Nuncio, yo supe que un sacerdote que trabajaba en la Secretaría de Estado iría del Vaticano a Buenos Aires para tener algunos encuentros con el Nuncio. Busqué al emisario, actualmente obispo, y le pedí que hablara con don Pio Laghi para que se interesara por la situación de una pareja de amigos que estaban presos desde hacía casi dos años en la Escuela de Mecánica de la Armada. El sacerdote no aceptó mi carta y, por razones de seguridad, prefirió memorizar los nombres. Dos semanas después, cuando volvió a Roma, me llamó por teléfono porque tenía un mensaje del Nuncio que debía transmitirme en forma personal. Acordamos encontrarnos, casi inmediatamente, cerca de la Plaza de San Pedro. Después de los saludos, me dijo: El Nuncio me ha pedido que te comunique esto: “Querido Luis, recibí dos libros de regalo. Ahora los tengo conmigo bien custodiados. Apenas termine de leerlos te diré lo que pienso”. Era clarísimo lo que quería decirme así como era clarísimo en qué condiciones desarrollaba su servicio. Dos meses después, en marzo de 1979, me hizo saber a través de otro sacerdote: “Terminé la lectura. Son dos libros espléndidos que sigo hojeando cada tanto”. Algunos días después mis dos amigos, ya en libertad, me contaron en una carta que se encontraban bien, que el Nuncio los había ayudado incluso económicamente, y lo primero que había hecho era pagar un tratamiento muy caro con un dentista para uno de ellos, que había sido torturado con hierros calientes en las encías. Y estaba haciendo lo necesario para ayudarlos a viajar a Uruguay.
Conozco otras historias parecidas, y muchas de ellas llevan el sello humano y cristiano de Pio Laghi y sus colaboradores.
El primero de muchos encuentros. Cuando me encontré con él por primera vez, siendo ya cardenal y Prefecto de la Congregación para la Educación Católica (julio de 1991), desde el principio se mostró amable, disponible y generoso. Sintonizamos enseguida y tuvimos después muchas otras conversaciones, paseando por la zona del Castel Sant’Angelo, donde tocamos numerosos temas latinoamericanos y eclesiales. De su experiencia y misión en Argentina quisiera recordar solo cuatro reflexiones de Pio Laghi, que en mi opinión tienen un valor extraordinario.
(1) Las Madres de Plaza de Mayo y los juicios. Cuando se publicó el artículo del “Corriere della Sera” que lo acusaba de haber sido colaborador de la dictadura (23 de marzo de 1997, pág.10- “Cardenal y verdugo”- “Argentina – Pio Laghi acusado de ser parte integrante de la dictadura militar argentina”) presentó una querella contra el diario y ganó el juicio. El modesto resarcimiento que recibió, lo entregó para obras de caridad en Nicaragua, Italia y Jerusalén. El segundo juicio que inició terminó en la nada, porque el Tribunal declaró que era “ciudadano de un estado extranjero” (Vaticano). En su contra, el 21 de mayo de 1997 (día en que Laghi cumplía 75 años), la Presidente de Madres de Plaza de Mayo, Hebe de Bonafini, junto con Marta Badillo y el abogado Sergio Schocklender, presentaron una querella porque el diplomático, en su opinión, “visitaba asiduamente los centros de detención clandestinos y permitía las torturas y las ejecuciones que allí tenían lugar”. Gran parte de las “acusaciones” provenía de fuentes internas de la Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas (Conadep), que aseguraron que un testimonio, recogido en España, afirmaba que el Nuncio Laghi era un “represor”. Pero su nombre no apareció nunca en el Informe Final (Nunca Más). Sobre este punto en particular volveremos en el último artículo.
Mons. Pio Laghi tenía una grande y sincera deferencia y una enorme admiración por las Madres de Plaza de Mayo, y nunca se refirió a ellas de manera despreciativa u ofensiva. Respetaba, y lo decía, su dolor, que calificaba de desgarrador, como el de la Madre de Jesús al pie de la Cruz. Pensaba que tarde o temprano, como eran personas buenas, honestas y nobles, se retractarían y reconocerían su errorr (cosa que hicieron, como se sabe, pero solo en el caso de Jorge Mario Bergoglio, que también fue acusado por las Madres de Plaza de Mayo). Estoy convencido de que así va a ocurrir. Hace unos años, sobre su tumba en la catedral de Faenza, encontré una nota firmada por “Algunas Madres de Plaza de Mayo. Gracias”.
(2) La relación con los militares de la dictadura. Pio Laghi, que pertenecía a la vieja escuela diplomática vaticana, hizo todo lo posible para entablar relaciones humanas y amistosas con las autoridades del lugar, tanto civiles como eclesiásticas. No concebía la misión diplomática separada de la dimensión humana, de las recíprocas relaciones de empatía y confianza, aún cuando representaran intereses distintos. En este sentido hubiera sido un gran diplomático del Papa Francisco. En Argentina, desde el primer día –aunque fue mal recibido, ignorado y ofendido por Isabel Perón y su ”Rasputín” López Rega- puso buena cara al mal tiempo, lo mismo que después con los militares. La amistad, hasta donde resulta posible dentro de los límites morales y éticos, era parte del dinamismo diplomático. Durante casi tres años después del golpe, esta política le permitió al Nuncio obtener muchos buenos resultados en el ámbito humanitario. Pero los militares no sentían por él ningún aprecio, en principio porque no lo sentían por la Santa Sede, aunque hacían alarde, de manera mezquina e instrumental, del título de cristianos y católicos para justificar y explicar parcialmente su conducta inhumana con sus propios compatriotas. Eran una casta de poseídos, apoyados incondicionalmente por Estados Unidos y otros, porque eran la “punta de diamante” de la guerra contra el comunismo. Pero ellos mismos fueron usados por sus amigos y aliados como piezas útiles en el tablero geopolítico de la Guerra Fría. En Argentina, dijo una vez Pio Laghi, solo confié en Jesús, en mis colaboradores y en el deseo del Santo Padre.
(3) El comportamiento del Episcopado argentino. Mons. Laghi tuvo una pésima relación con la casi totalidad de los obispos argentinos de aquellos años, y no por voluntad suya sino porque los prelados confiaban solo en ellos mismos. Eran hombres cerrados, pre-conciliares, en continua tensión con la Sede Apostólica, sobre todo debido a la aplicación del Concilio que hacía Pablo VI. Eran personas de formación y preparación medio-baja, sin predicamento entre los fieles, “polvorientos dentro de sus sacristías”, “aislados en sus museos”. Pio Laghi reconocía esta realidad pero nunca entraba en detalles, no daba nombres. Se limitaba a contar los problemas y las dificultades que había encontrado. De sus palabras, doloridas, se podía deducir una gran tristeza, una gran consciencia, trágica por sus consecuencias: no era un Episcopado a la altura del drama que vivía el país, que era el drama que vivía la misma Iglesia. El Nuncio encontró apoyo y solidaridad solo en pocos, poquísimos obispos. El porcentaje de información proveniente de los obispos que contienen sus cinco mil fichas personales es insignificante.
(4) Comportamiento de la Santa Sede. Con la Sede Apostólica y con los dos Papas –Pablo VI y san Juan Pablo II- la relación de mons. Laghi fue densa y compleja, a veces trabajosa. Algunas concomitancias históricas condicionaron muchísimo su obra humanitaria. En un primer momento, con Pablo VI (los primeros 29 meses de su nunciatura) la prioridad parecía ser la situación interna de la Iglesia local, que era muy complicada. En un segundo momento el cambio, apoyado por Laghi, duró poco debido a la muerte del Papa Montini (6 de agosto de 1978). Los 64 meses de la Nunciatura de Pio Laghi bajo el pontificado del Papa Wojtyla soportaron la presión extorsiva de la amenaza de guerra entre Argentina y Chile y la necesaria mediación que aportó el Vaticano en las tratativas. Es verdad que al final Juan Pablo II consiguió evitar una guerra terrible y devastadora, pero también es cierto que el “precio” interno que pagaron Chile y Argentina –respectivamente bajo las dictaduras de Pinochet y Videla, que jamás fueron condenadas abiertamente por los Pontífices de la época – fue dramático. Resultaba imposible que hubiera una condena si se deseaba mantener una relación de interlocutores con los gobiernos que habían pedido la mediación pontificia. Al respecto, el único comentario de mons. Laghi fue siempre el mismo: “esta es una cuestión de fondo sin resolver, que tiene que ver con la Iglesia hoy en el mundo, y sobre todo con la integridad profética del Evangelio”.
(5) Errores de don Pio Laghi. Don Pio Laghi, como él mismo me confesó varias veces, cometió no pocos errores. En mi opinión estos errores se pueden resumir en tres tipos:
1) Comprender con cierto atraso en el tiempo que él era una pequeña pieza en un gigantesco engranaje en el que las partes, a cara descubierta o en forma oculta, actuaban prescindiendo de la ética y del sentimiento humanitario, porque consideraban que era una guerra decisiva para salvar la civilización cristiana y occidental.
2) Haber dado crédito, más del necesario, a algunos de sus contactos militares que decían estar disponibles y abiertos a sus numerosas solicitudes de ayuda.
3) Haber subestimado en algunos momentos la tremenda trascendencia de algunos comportamientos militares, reduciéndolos a simple lenguaje característico del totalitarismo fanático. Mons. Laghi, gran formador de nuevos sacerdotes, era consciente de esta insuficiencia: no haber creado las condiciones para una relación más directa con los sacerdotes argentinos, cosa no fácil porque muchísimos obispos lo impedían.
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